Encomendemos especialmente a los cientos de miles de fieles que habitualmente nos siguen por TV y que hoy no lo podrán hacer, porque la unidad móvil que iba a venir está retenida en la Puerta del Sol. Encomendemos también a los equipos de Intereconomía que otros domingos nos acompañan con su trabajo y a los de otros medios informativos y que están sufriendo insultos y amenazas, según me contaba ayer una de estas personas.
Las lecturas de hoy son sumamente sugerentes para abordar y meditar varios temas: la institución del diaconado, la doctrina del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial, las relaciones existentes en el seno de la Santísima Trinidad… Pero parece oportuno centrarnos en un aspecto esencial para nuestro tiempo: la afirmación de Jesucristo como la “piedra angular” (1Pe 2, 4.6-8), que de sí mismo afirma en el Evangelio leído hoy: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Aquí se nos coloca, por tanto, ante la cuestión de la verdad.
¿Existe la verdad? ¿Es posible conocerla? ¿O sólo cabe preguntarse, como Pilato ante Jesús: “¿qué es verdad?”, “¿qué es la verdad?” (Jn 18, 38). El escepticismo de Pilato hacia la posibilidad de conocer la verdad y su relativismo práctico le llevaron a condenar a muerte a un inocente, aun sabiendo que se le acusaba en falso. La ideología contemporánea más relativista, con todas sus derivaciones, es el liberalismo, como lo explicó el Papa León XIII (Libertas praestantissimum, nn. 11-14). Por eso uno de sus máximos exponentes, el jurista Hans Kelsen, ha llegado a dar por correcta la decisión de Pilato, pues éste se habría atenido al dictamen de la mayoría.
En realidad, el relativismo en el pensamiento occidental es tan viejo como algunas escuelas filosóficas de la antigua Grecia, principalmente los sofistas. En ellos, el escepticismo y el relativismo moral terminaban con frecuencia en el nihilismo, en la negación misma del ser objetivo de las cosas. Por eso se ganaban la vida enseñando a políticos sin escrúpulos cómo medrar en la democracia ateniense valiéndose de la demagogia y la corrupción, mientras que el honrado Sócrates, por defender la existencia del bien, de la verdad y de la virtud, fue condenado a muerte.
En su última homilía como cardenal, el actual Pontífice Benedicto XVI señaló que hoy vivimos “una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos” (Misa pro eligendo Pontifice, 18-V-2005). Esta situación descrita por el Papa nace en gran manera de la tendencia subjetivista de las filosofías de la Modernidad y de la exaltación desmedida de la libertad individual. Sin embargo, sabemos que Jesús no ha dicho: “la libertad os hará verdaderos”; al contrario, ha afirmado: “la verdad os hará libres” (Jn 8, 32). En consecuencia, el Beato Juan Pablo II advirtió que “no hay libertad fuera o contra la verdad” (Veritatis splendor, n. 96; también nn. 31-34).
La libertad no es un fin absoluto en sí mismo, sino más bien un medio para el bien, la verdad y la justicia. La libertad se nos concede propiamente para el bien; de lo contrario, con frecuencia cae en libertinaje. Si la libertad individual se convierte en el criterio que configura la verdad, caemos en el subjetivismo y el individualismo y surgen tantas hipotéticas verdades como individuos, lo cual es un absurdo. Uno de los rasgos de la verdad es su unicidad, pues la existencia de varias verdades sobre una misma realidad sería la propia destrucción de la verdad: por eso la Iglesia rechazó la teoría de la doble verdad de los averroístas latinos en el siglo XIII (Papa Juan XXI, Carta a Étienne Tempier, 18-I-1277: condena de los errores del averroísmo latino).
Conforme a la validez perenne de la clásica definición escolástica, la verdad es la correspondencia del ser y del entendimiento (adaequatio rei et intellectus). Por tanto, no es el sujeto individual el que configura la verdad según su propio parecer, sino que la verdad corresponde a la realidad objetiva del ser de las cosas. De ahí que, si bien hay cuestiones que ciertamente pueden ser opinables y hay normas que pueden depender del acuerdo humano, es necesario reconocer la existencia de un orden moral objetivo, superior tanto a la persona individual como al Estado o a la decisión de una mayoría. Tal es la Ley Natural, impresa por Dios en el corazón de todos los hombres y que éstos pueden descubrir con la luz de la razón y con rectitud de conciencia; es la Ley que inclina a hacer el bien y evitar el mal (Rom 2,14-15; Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 91, a. 2; Pío XI, Mit brennender Sorge, n. 37; Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 12; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1955-1960).
Benedicto XVI ha incidido en cuatro principios innegociables de esta Ley Natural que deben ser defendidos por “quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. […] Los obispos han de llamar constantemente la atención sobre estos valores. Ello es parte de su responsabilidad para con la grey que se les ha confiado” (Sacramentum caritatis, n. 83). Estas palabras del Papa deben hacernos meditar sobre el peligro relativista que puede darse hoy entre católicos españoles inclinados a aceptar como un “mal menor” la ley del aborto de 1985 en vez de la más reciente, cuando en realidad ni una ni otra son aceptables. La ley del 85 provocó el asesinato de más de un millón de seres humanos inocentes en el seno de sus madres.
Pero, además del acceso al conocimiento de la verdad por las luces de la razón que Dios ha dado al hombre, gracias a la Revelación podemos llegar a adherirnos a la plenitud de la verdad, porque Dios es la suma Verdad y se nos ha manifestado en Jesucristo. Ante Pilato, Él explicó que su misión regia en el mundo era “dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18, 37). Y sólo Él, como verdadero Dios, podía decir de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Por eso, seamos fieles al testimonio y al mensaje de Jesús, pues Él nos ha dicho: “Si permanecéis en mi palabra, seréis discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32).
Y más aún que en los libros, aunque sin despreciarlos cuando son buenos, acudamos a las fuentes de la verdad en la contemplación orante de Jesús, como María de Betania a sus pies (Lc 10, 39). Aprendamos el Amor de Dios, Amor de la Verdad, acudiendo a las cátedras de la Cruz y del sepulcro abierto: recostémonos en el costado abierto de Cristo que nos introduce en su Corazón, Corazón que nos ha amado de verdad hasta entregarse por nosotros. Digamos, junto con el Beato Pablo Giustiniani, reformador de los ermitaños camaldulenses: “Mi libro debe ser Jesucristo. Libro escrito por completo con su preciosa Sangre, precio de mi alma y de la redención del mundo. Libro de cinco capítulos que son las cinco llagas del Salvador. Yo no quiero estudiar más que a Él y lo demás únicamente en la medida en que le comenten. Pero es un libro que se debe leer en un profundo silencio”. Con María Santísima, meditemos en nuestro corazón las enseñanzas de su divino Hijo (Lc 2, 19.51).