Hermanos: Cada Eucaristía es una convocación a vivir la vida de Dios en nosotros. Cada domingo cuando nos reunimos a celebrar la Pascua del Señor, confesamos que Él es el Cordero de Dios capaz de liberarnos del pecado y de la muerte. Pero no sabemos bien qué hacer y necesitamos ser instruidos por Dios para que nos enseñe su camino. Pero su enseñanza no es un conocimiento natural que se archiva en el cerebro y con eso ya es suficiente. El conocimiento del que nos habla hoy el Señor es entrar en comunión con Él. Y lo sorprendente es que esa comunión que nos identifica con Jesús no es en gustos placenteros de este mundo, sino una comunión con sus padecimientos. ¿Habrá quién le siga de esa manera? Pero de estar unidos a Jesús en su muerte se pasa a participar también de su resurrección y de su gloria eterna. Vengamos a que nos enseñe ese camino que conduce a la gloria, fiémonos de sus palabras de vida eterna. Sólo siguiendo su camino de cruz encontraremos la luz y la verdad.
La lectura del Evangelio nos enseña el camino a la alegría pascual. Salir de la muerte a la vida sólo es posible por Aquel que nos ha abierto el camino al morir por nosotros. Solo quien tiene el poder de vencer el pecado y la muerte, y así lo ha hecho muriendo por nosotros, es el que puede salvar. Su camino de salvación es el único.
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Es importante captar en la escena magnífica de este pasaje evangélico la figura de Jesús que transmite serenidad y confianza. La mujer adúltera se dejó captar por la majestad que irradiaba, pero a su vez el destello de su verdad acabó infundiendo temor a los que iban buscando cómo tenderle una trampa. La mujer llega a ese conocimiento de Jesús que le proporciona confianza y no huye como los demás. Siente cómo junto a Jesús recupera su dignidad, antes incluso de que Jesús declare que no la condena. Jesús no dice que no haya pecado, ni que su pecado no tenga importancia, le dice: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.” El pecado también es una carga para nosotros insoportable: nos avergüenza, nos decepciona, porque lejos de proporcionarnos felicidad nos hunde en la tristeza. Nosotros tratamos de sacudir esta carga silenciando la conciencia o justificándonos pensando que todos hacen lo mismo. Pero Jesús no ha venido para bajarnos de la cruz, que es lo que pedían los ladrones que estaban crucificados junto a Él. Él ha venido para enseñarnos cómo llevar la cruz. Y esta es la asignatura que tenemos pendiente la mayoría.
La mujer adúltera queda cautivada por la serenidad y cercanía de Jesús. No siente que le dé repugnancia que ella esté tan cerca de Él, como en el caso de los fariseos que proclaman su pureza, que es solo de fachada, acusando y despreciando a la mujer. Ella mira a Jesús y sólo responde a su pregunta sin que conste que pidió perdón, aunque se va nueva en su dignidad de persona y llena de la presencia de Dios. No está mal que completemos la pedagogía divina de Jesús con el relato del buen ladrón en la cruz. El buen ladrón tampoco ha oído discursos de Jesús, de los que decían los guardias del templo: “Jamás nadie ha hablado así.” El buen ladrón primero miró a Jesús, pero también se dejó mirar por Él y confesó y defendió a Jesús frente a todos los que le injuriaban. En la mirada de amor de Jesús la mujer pecadora y el ladrón lo entendieron todo. ¿Nosotros venimos a la Eucaristía a mirar a Jesús con un corazón manso y humilde para aprender de Él y a que Jesús nos mire y nos transforme con su mirada? ¿O resulta que venimos a que nos miren los demás, ‘¡cómo cumplo todos los domingos, qué puesto tan importante tengo en la asamblea!’ seamos seglares o sacerdotes? Al final resulta que todos tropezamos en la misma piedra. Pero tenemos que salir de esta Eucaristía con las pilas bien llenas y con la elección correcta. ¿Dónde quiero estar, en el grupo de los acusadores cuya religiosidad es un traje de quita y pon, o en el de los pecadores que miran a Jesús y se dejan mirar por Él en su realidad de pecadores llamados a una vida nueva?
Volvamos a san Pablo que hizo el cambio de ser un fariseo enrabietado contra los cristianos a dejarse envolver por la luz que le derribó del caballo de sus falsas seguridades y acabó proclamando aquello que también ha resonado hoy en nuestros oídos y esperemos nos haya llegado al corazón: “Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo perdí todo y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él” (Flp 3,8). Tenemos que asumir la cruz que nos toca vivir en nuestra vida, nuestros dolores, incapacidades, falta de estima, etc., y morir en ella, porque si no Jesús nos puede decir: “No os conozco” (Mt 25,12). Eso significaría que ni le miramos ni dejamos que nos mire. Nos escapamos de su presencia y mirada. Pero si vivimos nuestra cruz como lo hizo Él: perdonando de verdad, es decir sonriendo, hablando y haciendo servicios al que no nos ama, y aceptando nuestros sufrimientos, entonces seremos verdaderos discípulos de Jesús. Él sufrió una muerte en cruz por los pecados ajenos, los nuestros, que ya tiene mérito increíble; nosotros hemos de sufrir muchísimo menos para reparar unidos a Él por nuestros pecados. Es Jesús el que nos presta su propio Corazón para que con su fuerza asumamos nuestro dolor y lo ofrezcamos como Él.
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Hermanos, tenemos que aprender en esta cuaresma santa que no podemos llegar a compartir la resurrección de Jesús, si no hay esa comunión con los padecimientos de Jesús (Flp 3,10-11), muriendo su misma muerte. Pero ahora ya sabemos que eso no es una desgracia, sino un conocimiento sublime, es decir llegar a la intimidad con Jesús, que nos hace considerar que todo lo demás es basura a su lado. Abramos nuestro corazón al verdadero y profundo arrepentimiento de nuestros pecados, aprovechemos para hacer una buena confesión y empecemos a recapitular qué es lo que tengo que hacer y qué es lo que me impide agradar a Jesús que me regala su amistad para no ser yo un falso amigo.