Hermanos:
El Evangelio de este domingo es verdaderamente sugestivo. Por un lado, nos presenta a un grupo de griegos, simpatizantes del judaísmo, que pide ver a Jesús, encontrarse con él. Por otro, la respuesta sorprendente de Jesús encierra toda una revelación sobre el sentido de su misión y sobre la llegada de su «hora».
San Juan narra, en efecto, que un grupo de gentiles, que había acudido a Jerusalén con motivo de la Pascua, se dirige al apóstol Felipe y le expresa su deseo de ver a Jesús. Hombres seguramente religiosos, habrían oído hablar de aquel maestro que realizaba signos admirables y sentían curiosidad por conocerle en persona. «Quisiéramos ver a Jesús»: en esta petición se percibe el anhelo secreto de la humanidad entera de conocer la verdad, el sentido de la vida; percibimos también la profunda aspiración y la inquietud de nuestro corazón que quiere encontrarse y unirse con ese Dios que nos ha hecho para sí.
La reacción del Señor cuando le comunican el deseo de aquellos gentiles nos sorprende. Jesús comienza a hablar inmediatamente de su «hora», como si la reconociese en esa petición de verle (A. Vanhoye). Y con sus palabras contesta a los apóstoles de forma indirecta, como si dijera: «Si quieren verme, que me vean en la cruz» (M. Iglesias). Hay aquí un cambio de tono en ese discurso premonitorio de su propia Pasión. La «hora», en el Evangelio de san Juan, no indica una precisión temporal, sino que se refiere a la llegada del momento salvífico, como si fuera a entrar en escena el desenlace final. No es la primera vez que el evangelista emplea esta expresión tan significativa. Desde el comienzo de su ministerio público, con ocasión del primer signo obrado en Caná, Jesús había respondido a su madre: «Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4), algo que se sucede hasta este momento crucial, en el que declara: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12, 23). La «hora» del Hijo es la hora de su muerte. No se trata de una muerte cualquiera, sino una muerte enteramente asumida por amor; se trata de una cruz convertida en icono del amor supremo y transformada en «causa de salvación eterna». Desde aquí se entiende que san Juan presente la Pasión, con todo lo que de humillante y dolorosa tiene, como una verdadera glorificación de Jesucristo. La gloria de Jesús no es otra que la de haber amado hasta el extremo a través del sufrimiento.
Por otra parte, el Señor habla de su «hora» recurriendo a la metáfora del grano de trigo. Para dar fruto en abundancia ha de caer en tierra y morir. Él, que ha descendido por la Encarnación hasta nuestra humanidad, debe además morir para tener una fecundidad universal (A. Vanhoye). Este proceso de abajamiento podemos aplicarlo a la vida cristiana: cuando aparentemente todo está perdido y arruinado, surge allí la vida, con una fecundidad y una fuerza inesperadas (J. Sanz); es la fecundidad propia del amor crucificado.
En estas palabras de Jesús, hay también un detalle que nos revela su interior, que nos permite penetrar en sus sentimientos más íntimos: «Ahora mi alma está agitada…» (Jn 12, 27). El pensamiento de la pasión es desconcertante para él, y sin embargo, no pide verse libre de ella, sino la glorificación del nombre del Padre: no piensa en salvar su propia vida, sino en la salvación de todo el mundo.
Nosotros vislumbramos aquí el camino exigente del discípulo de Cristo: es necesario abandonarse a la gracia de Dios para revestirse de la lógica del amor y de la donación, para convertir la propia vida en servicio a los demás. Vislumbramos también que los momentos de sufrimiento pueden ser los más fecundos en nuestra vida. Cuando nos vemos rodeados de oscuridad debemos conformarnos con los pequeños pasos de la vida cotidiana, que son los únicos pasos posibles de nuestro caminar hacia el amor. Sin amistad y relación personal con Cristo, no es posible encontrar sentido a la vida en los momentos de prueba, de soledad y de silencio de Dios (J. Esquerda).
En esos momentos es esencial la oración. Precisamente la segunda lectura que acabamos de escuchar nos muestra a un Cristo orante en el momento supremo de afrontar la angustia de la pasión: a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al Padre. Jesús intensifica la plegaria al llegar su «hora», es decir, intensifica el diálogo de amor y de comunión con el Padre, mostrándonos cómo actuar nosotros cuando nos veamos sacudidos por cualquier clase de prueba o tribulación.
En el tramo final de nuestro itinerario cuaresmal, ojalá nos reconozcamos en el deseo de aquellos gentiles de querer ver a Jesús, atraídos por Él, seducidos por su amor extremado (Gál 2, 20). Y ojalá que suscitemos ese mismo deseo en tantos hermanos nuestros que buscan a Dios, aun sin saberlo, a veces por caminos que Dios jamás frecuenta y se niegan a emprender los senderos en los que Él les está esperando. Este es nuestro desafío: caminar hacia el encuentro con Jesús y ayudar a otros a que lo conozcan y lo amen.
A santa María le pedimos en este domingo, cercano ya a la celebración de la Pascua, que como el apóstol Felipe, guiemos a otros hermanos hasta Jesús desde nuestra experiencia del Dios vivo. Que María, presente en el sacrificio de su Hijo, nos ayude a comprender que el amor de donación es la clave para descifrar la «hora» de la cruz.