Queridos hermanos en Cristo:
Nuestra comunidad monástica se siente gozosa de acogeros a todos en la Eucaristía dominical. Es importante este encuentro semanal en nuestra vida cristiana: el concilio Vaticano II enseña que la Iglesia celebra en el domingo el Misterio pascual, que tiene su origen en la resurrección de Cristo; es decir, aquí se hace actual, se hace vivo y operante el acontecimiento que nos salva. Podríamos decir que el domingo es un fragmento de tiempo impregnado de eternidad, porque en su amanecer el Crucificado-resucitado entró victorioso en la vida eterna. Para nosotros hoy –como para los cristianos de cada generación– participar en la celebración dominical es la expresión de nuestra pertenencia a Cristo, mientras esperamos su retorno glorioso (Benedicto XVI, 27-XI-2006). Estemos atentos, pues, a cada palabra, a cada gesto y digamos al Señor en nuestro corazón con la valentía y la sinceridad de los primeros mártires: Sine dominica non possumus; sin reunirnos el domingo, Señor, para escuchar tu Palabra y recibir tu Cuerpo no podemos vivir, no podemos andar el camino, no podemos seguirte.
La Palabra de Dios que acaba de proclamarse en el evangelio es la continuación del episodio de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Se trata de una escena solemne en la que se pasa de la aprobación general al rechazo violento de Jesús. En un primer momento, todos estaban admirados «de las palabras de gracia que salían de sus labios». Los presentes se maravillaban ante la manera de hablar del Señor. A él se aplica por antonomasia la frase del salmo 44: «en tus labios se derrama la gracia». Los guardias del templo de Jerusalén tendrán que reconocer ante los fariseos que jamás un hombre había hablado como Jesús (Jn 7, 46). Jesús habla con autoridad, pronuncia palabras de vida y hace amable la Verdad. Sin embargo, vemos en seguida que aquel auditorio comienza a cuestionarse el origen de Jesús: «¿No es éste el hijo de José?». Y si es uno de los nuestros, ¿por qué no hace aquí los milagros que dicen ha hecho en Cafarnaún? Al oír esto, Jesús se compara con los profetas Elías y Eliseo cuya palabra y signos habían sido mejor recibidos entre los paganos que en Israel. Los ciudadanos de Nazaret, en realidad, no aceptaban que Jesús, siendo de su patria, hiciera signos fuera y no dentro; su actitud posesiva, ahora desenmascarada, se torna indignación, odio y agresividad. Es lo propio de los amores posesivos cuando se ven contrariados: pueden volverse agresivos e incluso criminales (A. Vanhoye). Así sucedió en Nazaret, porque el evangelista narra que todos «se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco… con intención de despeñarlo».
Esta experiencia de Jesús en su propio pueblo se entiende bien a la luz de la primera lectura tomada del profeta Jeremías. El Señor anuncia al profeta que ha sido elegido y consagrado, antes incluso de su nacimiento, para hablar en su nombre y le anuncia también que será mal acogido por los suyos, comenzando por los responsables políticos y religiosos. La predicación de Nazaret, inicio del ministerio público de Jesús en el evangelio de Lucas, presagia en cierto modo su destino final. Como los profetas, Jesús no iba a ser recibido por los suyos, y menos aún en Jerusalén que en Nazaret. La «salida» de la sinagoga y la expulsión del pueblo anuncian su pasión y su muerte sobre otro lugar escarpado, el Calvario. Pero lo importante es ver que Jesús prosigue su camino, continúa anunciando sin tregua la salvación de Dios, incluso si sufre el rechazo y su misión le conduce hacia un final trágico. Su palabra nunca será «metal que resuena» o «platillos que aturden», será la obra del amor infinito, que «disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites». Sólo Cristo es la fuente del amor verdadero. Seguirle por este camino es avanzar en el conocimiento de Dios, del que habla san Pablo. A nosotros se nos invita hoy a esforzarnos por conocer al Señor (cf. Os 6). Es el deseo de Cristo en su oración sacerdotal: «Que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Esforcémonos, queridos hermanos, por llegar a un conocimiento más profundo, más vital y más personal; no a amontonar ideas en la cabeza, algo que nos sucede a veces. Después de tantos años de vida cristiana, ¿de verdad tenemos una experiencia del Dios vivo? En el fondo, nos sucede como a los dos hijos de la parábola del padre misericordioso (Lc 15, 11-32); los dos vivían en la casa paterna y ninguno de los dos conocía el amor de su padre, su bondad, su compasión, sus entrañas de misericordia: de hecho, el hijo que se marchó jamás imaginó a su vuelta un recibimiento como aquel; el hijo mayor tampoco sospechaba que su padre pudiera acoger a su hermano de ese modo. Éste era el drama de aquel hogar: que los dos hijos vivían junto a su padre sin conocerlo. ¿Qué trato tengo yo con Jesús? ¿Cómo estoy con Él en la oración o a lo largo del día?
Es este deseo de Cristo el que activa en nosotros una actitud de crecimiento, la dinámica del más, tan querida para san Ignacio de Loyola. Que no es tanto una decisión de la voluntad humana por ser mejores, sino la respuesta de alguien que se siente siempre más amado, más perdonado, más llamado. Quien vive esta experiencia busca «en todo amar y servir» y agradecer. En esta senda, no debemos tener miedo; también a nosotros como a Jeremías nos dice el Señor: «Yo estoy contigo». Cristo está a nuestro lado, por eso, llenos de confianza podemos orar con el beato cardenal Newman: «A través de las tinieblas que me rodean condúceme Tú, [Señor], siempre más adelante. La noche es oscura y estoy lejos del hogar: condúceme Tú, siempre más adelante».
Pidamos a María, Madre de misericordia y consuelo de los afligidos, que nos ayude a amar a Dios con todo el corazón y a que nuestro amor pueda extenderse también a todos los hombres. Que así sea.