Queridos hermanos en Cristo:
La tradición litúrgica multisecular ha denominado al IV domingo de Cuaresma «domingo Laetare», que es algo así como llamarlo domingo de la alegría o del gozo. Y ello porque el canto de entrada toma un texto poético del profeta Isaías que dice: Laetare Ierusalem… «Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos de su alegría los que por ella llevasteis luto» (Is 66, 10). La alegría y el gozo dan el tono de esta celebración cuaresmal que incluso ofrece la posibilidad de utilizar un color más claro en sus ornamentos. ¿Cuál es el motivo para que la liturgia invite a los fieles al gozo festivo en la mitad de este itinerario penitencial? La Iglesia, nueva Jerusalén, divisa ya cercana la luz regeneradora del gran misterio de la Pascua, por el que tenemos acceso a Dios y por el que entramos en comunión de vida con Él. Dios te ofrece su luz, te ofrece su vida, te ofrece su salvación.
Permitid que me refiera también a los Ejercicios espirituales que la comunidad benedictina acaba de iniciar y que durarán toda esta semana. En realidad, toda la vida de los monjes, en especial su oración litúrgica, es un ministerio de amor dentro de la Iglesia. Como sabemos, en la Iglesia son numerosos los carismas y los ministerios, es decir, todas esas formas de servicio que, con enorme creatividad, ha desplegado a lo largo de los siglos y continúa desplegando hoy. Ahora bien, a nosotros nos sucede que, cuando pensamos en el servicio de la Iglesia, pensamos en la pastoral, la predicación, la misión, la educación, la asistencia a los pobres, a los enfermos, a los ancianos… Sin embargo, no sólo existe en la Iglesia el ministerio o servicio de la evangelización y de la caridad. Hay también un ministerio de respuesta a Dios, un ministerio de adoración, un ministerio de agradecimiento por sus dones, un ministerio de meditación constante de su Palabra, un servicio de súplica e intercesión por las necesidades de la humanidad entera; éste es el «servicio de amor de la Iglesia orante» (J. Castellano). A las comunidades monásticas este ministerio las convierte en icono de la Iglesia «que cree y que ora», según la hermosa expresión de Pablo VI. Durante estos días de mayor retiro y soledad, queremos comprometernos más aún con nuestro servicio silencioso a la Iglesia y a la sociedad humana.
Para el segundo escrutinio de los catecúmenos, que tenía lugar en este domingo, resuena un evangelio bautismal, el de la curación de un ciego de nacimiento por Jesús. Se trata de un magnífico relato que destaca por su belleza literaria y su capacidad de enunciar el bautismo como una iluminación. Podemos advertir, pues, el valor que tiene en nuestra celebración el simbolismo de la luz, verdadero hilo conductor de la enseñanza bautismal. Aquí se deja entrever una especie de «miopía del corazón». En el camino hacia la Luz pascual, la Iglesia hoy nos invita a comprobar la vista de nuestro corazón y el amor de nuestra mirada.
En el relato aparecen dos tipos de ceguera: la ceguera física del hombre ciego de nacimiento, y la ceguera espiritual de los fariseos, que se oponen a Jesús, luz del mundo. En realidad, la curación que Jesús obra en aquel invidente untándole barro en los ojos «simboliza la obra divina de la curación espiritual y manifiesta al mismo tiempo la misericordia de Dios» (A. Vanhoye). Tocamos aquí como en tantos otros pasajes la compasión que Jesús siente por todas las personas que sufren enfermedad.
Lejos de ver la ceguera de aquel hombre como consecuencia de un pecado precedente (no es una ceguera culpable la suya), el Señor la considera una ocasión para que Dios manifieste su bondad. También nuestras pruebas y nuestros sufrimientos pueden constituir un momento de gracia, de crecimiento, de iluminación, donde resplandece el amor y la misericordia divinas.
El ritual que Jesús prescribe al ciego de nacimiento de ir a lavarse a la piscina de Siloé (nombre que significa «enviado») tiene un precioso trasfondo pascual: todos los cristianos hemos sido lavados en las aguas bautismales; es más, la celebración del misterio Pascual nos brinda la oportunidad de recuperar la vista que tantas veces se nos nubla a causa del pecado. Al mismo tiempo, el bautizado es un «enviado»: con el testimonio de su vida y con su palabra ha de iluminar a quienes viven cerca de él.
En el desarrollo del relato, vemos cómo aquel ciego sanado en sábado, con el conflicto que ello desencadena, confiesa inicialmente una fe en la misión de Jesús. Así lo manifiesta cuando los fariseos le interrogaron: «Puesto que te ha abierto los ojos, ¿tú qué dices de él?»; y él respondió: «Que es un profeta». Esta fe irá madurando, de modo que el ciego irá viendo con claridad, también en un sentido espiritual. Es particularmente bello su encuentro final con Jesús, después de haber sido expulsado por los propios fariseos. El Señor le pregunta: «¿Crees en el Hijo del hombre?». Su respuesta es un sobrecogedor acto de fe: «Creo, Señor», y se postró ante Jesús, para expresar la hondura de su fe. Este ciego ha sido iluminado espiritualmente. Su curación física ha sido como una primera etapa para recibir el don de la fe en Dios.
La ceguera de los fariseos era mucho más compleja y difícil de sanar porque estaba ideologizada y les impedía reconocer lo evidente: que un ciego de verdad, de verdad veía. Se afanan en un capcioso interrogatorio: preguntan al ciego, a sus padres, al ciego de nuevo… pero no quieren oír cuando lo que escuchan no coincide con sus previsiones. La gran diferencia entre el ciego y los fariseos estaba en que el primero reconocía su ceguera sin más, y por eso acogió la Luz, mientras que los segundos decían que veían y por eso permanecían en su oscuridad, en su pecado. No les bastaba a ellos con estar en la si¬nagoga, como no nos basta a nosotros con estar en la Iglesia, si nuestro estar no está iluminado y no es luminoso, si no caminamos como hijos de la luz buscando lo que agrada al Señor. Este es nuestro reto (J. Sanz).
En el ciego de nacimiento vemos un prototipo del auténtico cristiano. Jesús nos abre los ojos interiores para ver de otra forma el mundo que nos rodea y las cosas que hacemos todos los días. Al abrir estos ojos nuevos, el hombre descubre su dignidad y abraza la libertad. El Evangelio de hoy es una llamada a la humildad. No es un pecado ser ciego pero sí es un tremendo pecado no querer abrir los ojos. Un hombre nace cuando abre los ojos a la vida. El cristiano nace cuando es capaz de mirar a la vida a la luz de Jesucristo.
Pidamos a santa María, que nos alcance de su Hijo una conversión profunda; que nos ayude a no aferrarnos a la ceguera de nuestro pecado; que por su intercesión conservemos en nuestro corazón la alegría de amar a Jesús y seamos capaces de compartir esa alegría con todos los hombres.