Nuestro itinerario cuaresmal hacia la Pascua, mis queridos hermanos, tiene fijada en esta semana el que será sin duda el acontecimiento eclesial más importante no sólo del año, sino decisivo durante varios años. La Iglesia tendría que estar recogida en oración como nunca para que la elección hecha por los señores cardenales en esta semana, que empieza hoy domingo, sea conforme a la Voluntad de Dios. Una elección hecha según el Corazón de Cristo. De esto se habla poco. Más bien, lo que nunca se había hecho con tanta arrogancia, se pretende fijar el programa al papa venidero desde el ámbito periodístico con puntos totalmente contrarios al dogma. Las declaraciones eclesiásticas son menos descaradas, pero en sus palabras se esconden unas pretensiones reformistas tan amplias que pueden esconder de todo. Muchos católicos sinceros tienen motivos de inquietud ante un ambiente que presagia tiempos difíciles en los que el cisma encubierto que ya estamos viviendo, entre la Iglesia modernista que quiere imponer sus criterios al margen de la tradición y la Iglesia fiel a la fe apostólica, parece ser que va a aflorar con divisiones y polémicas que supondrán la desorientación y pérdida de muchas almas.
Esta referencia a la actualidad, que a todos nos tiene en vilo, puede ser iluminada desde la Palabra de Dios. ¿Qué otra cosa es la contemplación que ver la realidad que nos circunda con los ojos de Dios?
La parábola del hijo pródigo nos habla de ese ser humano que somos cada uno que, no contento con vivir en la casa del padre, busca nuevos horizontes en el alejamiento de él. Se aleja de la casa paterna para encontrarse con la nada. Las descripciones son muy ilustrativas. La decisión del hijo menor es tajante en su pretensión, hasta el punto de lo increíble, al reclamar la herencia en vida del padre. No se dice nada del desgarrón afectivo que eso supondría para el padre. Sus ansias de felicidad sin esfuerzo e independencia duran un suspiro al topar de manera brutal con la realidad degradante de verse peor tratado que los animales más inmundos. El hijo vuelve al desvelarse su miseria, pero sin descubrir en su plenitud, por el momento, quién es su padre. Lo consideraba sólo un honrado empresario no explotador. Cuando se ve en los brazos del padre se le abren los ojos de verdad. Tenía preparadas las palabras que le iba a decir, pero lo que tenía pensado de que le tratara como uno de los jornaleros ya se lo había tirado por tierra su padre al llamarle hijo y abrazarle al verle venir por el camino al que salía a esperarle todos los días.
Hay muchas más enseñanzas. Detengámonos aquí. Si cada uno de nosotros es tantas veces uno de esos hijos que conviven con su padre pero no le conocen a fondo, eso lacera el corazón del padre. Lo leemos en el profeta Oseas: «misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (6,6). Ése es nuestro pecado. Desconocer el corazón de Dios. Hacer nuestras elecciones al margen del Padre, porque desconfiamos que el camino que Él nos propone en sus mandamientos sea el camino de nuestra felicidad. Como el hijo mayor, que deseaba comerse un cabrito, pero con sus amigos sin su padre.
Situaciones como éstas se dan todos los días en la vida cristiana ordinaria, y hasta en la vida religiosa. Se nos hacen pesados los votos contraídos porque no los vivimos como don de Dios, sino como cadena que nos ata e impide volar según los deseos de nuestro capricho. Si nuestro corazón se deja llevar a menudo por estas opciones que nos liberan de los compromisos con la comunidad, si deseamos una independencia en nuestras opciones dando de lado las elecciones que ya tomamos en su día, si aspiramos a instalarnos en una situación de experimentar y no cerrar ningún horizonte, para no sentirnos ahogados al no poder optar por cualquier expectativa que aparezca en nuestra imaginación, sea dentro del matrimonio o con el compromiso de un consagrado, entonces estamos como el hijo pródigo momentos antes de su partida. Este hijo que no conoce íntimamente a su padre se viste de muchas maneras. Puede que no se decida a salir de casa, pero vive en ella no como hijo, sino sólo como empleado. El padre es visto como empresario explotador. Los mandamientos se cumplen por fuera, pero sin vida, envidiando a los que viven en el pecado, tan tranquilos.
La suerte del hijo pródigo es y será siempre la del hombre cuando al verse constreñido por la necesidad abre los ojos y empieza a caer en la cuenta de quién es su padre. El hambre material o afectiva, el dolor físico o moral son gracias con las que Dios nos hace el favor de facilitar el abrirnos a una liberación mayor que la inmediata que nos aprieta. Si nos negamos a aceptar la revelación, la contemplación de ver las cosas desde el ángulo divino, entonces renegamos de Dios. Aquellas personas que viven instaladas en el pecado y no sienten ni remordimiento y no sufren ninguna necesidad son dignas de compasión. Nunca podrán conocer a Dios Padre. Son todos aquellos que se han sacudido la cruz y han huido de ella alejándose más todavía del Padre. Son todos aquellos que han cerrado con siete llaves la puerta de la necesidad por la que podía entrar Dios. Maldicen su suerte, no aceptan su dolor. Por eso dijo Jesús: «¡Ay de los ricos!» Y entre ellos hay que incluir a todos los satisfechos de sí mismos.
Quedamos en que todos podemos vernos reflejados en cualquiera de los dos hijos. Y entonces, ¿cómo curar esa llaga? ¿Cómo frenar la ira por la que siento una rebelión incontenible por no tener la suerte de otros que me parecen más afortunados en cualidades, en oportunidades de triunfar en la vida o por tener una situación económica o social brillante en vez de esta tan raquítica que me ha tocado a mí? ¿Qué puedo hacer para vencer esa pasión que me envilece y no soy capaz de sujetar? Pongamos aquí tantas situaciones que nos parecen insuperables y a las que no encontramos salida. ¿Cómo resuelvo yo mi problema? La primera lectura ha subrayado la comida pascual del pueblo elegido como inicio de los bienes que le aguardaba en el disfrute de la tierra prometida a la que habían llegado tras el paso milagroso del Jordán. En la segunda lectura hemos oído la exhortación de san Pablo: «Dejaos reconciliar con Dios.» ¿Cómo llevarlo a cabo? La adoración eucarística puede ser para nosotros la curación que necesita nuestra alma cansada de fatigarse tras lo que es nada y vacío. La eucaristía celebrada con toda la dignidad que la liturgia de la Iglesia nos enseña, sujetándonos humildemente a sus normas y dejándonos enseñar por su sabia pedagogía mistagógica que nos introduce en el misterio y nos hace «gustar y ver qué bueno es el Señor» como se ha cantado en el Salmo 33, salmo eucarístico por excelencia. Pero no sólo en la celebración eucarística. Hemos de prolongar esa adoración que debe tener lugar al comulgar, sobre todo cuando se recibe de rodillas y en la boca y que nos prepara a recibir con humildad al Señor, según la costumbre milenaria en la Iglesia. Pero también es necesario profundizar en esa adoración eucarística que nos sana y fortalece cuando se prolonga en celebraciones en la que se da lugar a largos espacios de intimidad con Él. Cuando le abrimos la puerta al Señor: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo», como se dice en el Apocalipsis (3,20). La adoración eucarística también sana heridas que nos han podido causar personas que nos han calumniado, o causado graves daños materiales o en nuestros sentimientos, y que nos impulsan a explotar en una cólera y venganza antievangélicas. Pero sobre todo, ¿no podríamos, gracias a este tesoro que pone el Señor a nuestro alcance, contribuir a que la Iglesia afiance su unión, que hoy día corre tanto peligro, cuando está a punto de hacer su manifestación la persecución última de la Iglesia? Seamos realistas ante la situación en que vivimos, pero no nos dejemos envolver por la inquietud. Sabemos que la promesa del Señor es indefectible: «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo.» La señal de que nuestra esperanza es cierta será nuestra alegría en medio de la persecución por la fidelidad a la fe apostólica. No podemos pues sucumbir ante el miedo. La fe verdadera es la victoria que vence al mundo, y su signo externo será nuestra alegría basada en la firme esperanza que nos asiste en el triunfo definitivo del Señor y del Inmaculado Corazón de María y la instauración de su Reino de amor en este mundo.