Queridos hermanos:
El Adviento es un tiempo de espera gozosa en la venida del Señor: de ahí el color litúrgico morado, signo de esperanza. El Adviento nos invita a la meditación sobre su primera venida, iniciada con su Encarnación en las entrañas de la Santísima Virgen María y culminada con su Resurrección y Ascensión a los Cielos después de su Muerte redentora en la Cruz. Y nos invita también a meditar la segunda venida de Jesucristo al final de los tiempos, cuando vuelva en gloria y majestad como Rey y Juez supremo para derrotar por siempre al diablo y al anticristo.
Pero también nos invita a caer en la cuenta de esa venida que San Bernardo consideró “intermedia” (medius adventus) entre la primera y la segunda o definitiva. En tal venida, espiritual y latente, Jesús viene con el Padre y el Espíritu Santo a habitar en el alma del fiel que vive en estado de gracia, según Él mismo lo anunció: “Si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23); y con respecto al Espíritu Santo: “Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad, [… que] mora en vosotros” (Jn 14,16-17.26). Ésta es la maravillosa inhabitación trinitaria en el alma, que llenó la vida espiritual de la Sierva de Dios Itala Mela, oblata benedictina italiana del siglo XX.
Por eso el Adviento es un tiempo de esperanza gozosa, como lo debiera ser toda la vida del cristiano. La semana pasada celebrábamos el Domingo “Gaudete”, así llamado por el introito de la Misa, tomado de la carta de San Pablo a los Filipenses: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca” (Flp 4,4-5). Nuestra vida cristiana debiera estar marcada por la alegría interior, que se trasluciría diáfanamente al exterior. El Papa Francisco ha dado un título de gozo a su primera exhortación apostólica: Evangelii gaudium. Y sin embargo, ¿cuál es nuestra actitud más habitual?
No parecen propias del cristiano ciertas actitudes que mostramos con frecuencia y que adoptamos hacia los demás. Lamentablemente, muchas veces da la impresión de que estemos marcados por la amargura, por el descontento constante con todo, por la insatisfacción permanente. Lo más fácil en estos casos es echar la culpa al prójimo y caer en el cotilleo y la crítica, en esa “lengua que mata”, como ha dicho el Papa. Quizá pretendamos así descargar nuestras penas interiores y lo que hacemos, por el contrario, es autoalimentar nuestra amargura, echar más leña al fuego del rencor y del odio que podemos llevar dentro de nosotros, posiblemente sin ser del todo conscientes de ese gusano que nos corroe. ¡Qué gran razón tiene San Benito cuando se refiere al “celo amargo, malo, que aleja de Dios y conduce al infierno”, frente al cual debe alzarse el “buen celo, que aleja de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna” (RB LXXII, 1-2) y que se manifiesta en el amor a los demás con obras sinceras! Deberíamos desterrar de nosotros las malas caras, las frases hirientes y la murmuración dañina acerca de los demás y ser más generosos en las sonrisas, el buen trato y la discreción. Ello será posible si realmente nace de la alegría interior, aun en medio de momentos duros. Es gran verdad el dicho que afirma: “un santo triste es un triste santo”.
La alegría del cristiano, muy propia del Adviento, en que se vive con esperanza, nace de la conciencia de haber sido amado y redimido por un Dios que se ha hecho hombre. Ésta es la verdad teológica en que hoy inciden las lecturas de la Santa Misa: Jesucristo, el Verbo de Dios, el Hijo unigénito del Padre celestial, es el “Emmanuel”, el “Dios-con-nosotros” concebido en el seno purísimo de una Madre Virgen por obra del Espíritu Santo, según ha profetizado Isaías y lo ha recordado el evangelista (Is 7,10-14; Mt 1,18-24). Y como ha señalado San Pablo, ha nacido “según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte” (Rom 1,1-7). Sólo el Hijo de Dios encarnado, el Dios humanado, podía redimir al hombre caído: por eso el ángel indicó a San José que debería darle el nombre de “Jesús”, es decir, Salvador.
La Encarnación del Hijo de Dios, la asunción de la naturaleza humana y su unión con la naturaleza divina en la Persona única del Verbo, es sin lugar a dudas un misterio que nos desborda y hasta nos descoloca en nuestros cálculos humanos. De ahí la sorpresa inicial de María, que con ejemplar humildad y obediencia acepta la misión de ser Madre de Dios que el Señor le encomienda por medio del arcángel San Gabriel, y de ahí la zozobra de San José hasta que conoce la realidad de lo que sucede. Éste es también el misterio que el paganismo antiguo no podía comprender: una cosa es que sus dioses tuvieran cuerpo e intervinieran en la vida de los hombres mediante las infidelidades de Zeus y los celos y venganzas de Hera o de otras divinidades falsas; pero otra cosa era que un Dios único pudiera hacerse hombre verdadero sin dejar de ser Dios. También fue éste el misterio contra el que se estrellaron casi todas las herejías de los primeros siglos del cristianismo: desde los gnósticos hasta los derroteros del arrianismo, del nestorianismo y del monofisismo, entre otras. Y éste es el misterio que siguen hoy sin entender tanto las interpretaciones “crísticas” de la “Nueva Era” (New Age), como las tendencias heréticas de algunos teólogos que niegan la divinidad de Jesucristo de un modo más o menos explícito.
La Encarnación del Verbo, el hecho de que Dios se haga hombre, es un misterio de amor que debe engendrar en nosotros esperanza y alegría, porque nos revela a un Dios que ama tanto al hombre, que llega a hacerse hombre y a padecer y morir en la Cruz para levantarlo hasta Él. Por eso nos sorprende, nos descoloca y nos desborda, pero también nos llena de alegría si lo creemos de verdad y tomamos conciencia de lo que significa. Nos infunde esperanza: la esperanza del Adviento, en que Dios viene a salvarnos; en que Cristo ha venido ya, quiere venir todos los días a nuestra alma (muy singularmente en el Sacramento de la Eucaristía) y vendrá glorioso y triunfante al final de los tiempos. Y esta esperanza en el Dios humanado y salvador que nos ama infinitamente nos producirá una alegría que se traducirá en un deseo de buscarle en la oración y en los sacramentos y de manifestarlo en las buenas obras. Entonces viviremos la vida de la gracia, mirando como modelo a María, la “llena de gracia”, la Mujer de la esperanza y de la alegría, la Virgen encinta que aguarda expectante el Nacimiento del Hijo que custodia con amor en su seno.