Hermanos amados en el Señor: Estamos de enhorabuena porque “hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.” La primera condición para que se cumpla la lectura del Evangelio es que corresponda lo narrado con la realidad histórica de la vida de Jesús. Y por ello en esta lectura hemos escuchado el prólogo del Evangelio de Lucas en el que nos certifica que se dedicó a recoger “las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra”; por tanto, no es una historia inventada por los Apóstoles o cualquier otro, sino que responde a “los hechos que se han verificado entre nosotros”, nos dice el Evangelista. Y lo admirable es que no sólo se cumplió en la predicación histórica de Jesús, pues lo anunciado por el profeta se realizó en sus hechos y palabras mientras vivió en Palestina. Pero todavía hoy y hasta el fin del mundo los seguidores de Cristo experimentamos que Él está vivo y presente entre nosotros. Porque, cada vez que se lee o proclama el Evangelio con espíritu de fe, Cristo se hace presente. Y esto se cumple tanto si la lectura es personal, y en ella invocamos al Espíritu Santo para que nos acompañe a escuchar interiormente lo que Él mismo inspiró a los autores sagrados o hagiógrafos, como si la lectura se hace en el marco de una acción litúrgica como ahora. Pero, en el caso de la liturgia, su Palabra adquiere un plus de eficacia espiritual que hemos de aprovechar íntegramente. Cristo sigue vivo entre nosotros y se hace presente de modo excelente en la liturgia, puesto que es “el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro”, como afirmó el Concilio Vaticano II (Sacr. Concil. 7). Se está cumpliendo ahora; Jesucristo está ejerciendo su sacerdocio eterno y está presentando nuestra oración al Padre en el seno de la Santísima Trinidad. (La gran imagen del crucificado sobre el altar nos pone ante la vista esta intercesión.) Ninguna otra acción de la Iglesia iguala la excelencia de esta acción sagrada. ¿Nos percatamos de la importancia que tiene la celebración de la Eucaristía y de todos los sacramentos? ¿Asistimos con asiduidad todos los domingos? ¿Invitamos a familiares y amigos o conocidos a que participen en ella y les comunicamos la experiencia de gracia que vivimos en ella y rezamos para que se sientan movidos a hacerlo?
También se está cumpliendo ahora lo que hemos escuchado de la carta de san Pablo a los Corintios: “vosotros sois el Cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro”. Y aquello otro de que “no hay divisiones en el Cuerpo, porque todos los miembros por igual se preocupan unos de otros.” Acabamos de hablar de nuestra responsabilidad acerca de esos miembros enfermos que no participan de nuestras celebraciones, a pesar de que están bautizados. Son miembros enfermos del Cuerpo místico de Cristo y a nosotros nos debe preocupar su mal estado y hacer todo lo que oportuna y discretamente esté en nuestra mano para remediar esa falta de salud de nuestro miembro.
Y por fin, hermanos en el Señor, se cumple ahora lo que hemos escuchado en el capítulo octavo del libro de Nehemías, cuando a los israelitas vueltos del destierro de Babilonia se les lee públicamente la Palabra de Dios en el Pentateuco, o libro de la ley de Moisés, como lo denominan los judíos. Os invito a que hoy mismo repaséis y leáis en vuestro hogar, y mejor aún ante el Sagrario, todo el capítulo octavo y el noveno, puesto que, como hemos escuchado, “hoy es un día consagrado a nuestro Dios”, y para nosotros los cristianos con mayor razón, pues el domingo es el día en que resucitó el Señor Jesús de entre los muertos y nos hizo partícipes de los tesoros de su Redención, que se nos aplican por medio de los sacramentos.
En vuestra lectura, y en este momento, es importante que caigamos en la cuenta de cada uno de los detalles que nos brinda este pasaje capital del libro de Nehemías, porque sin duda constituye la enseñanza más completa de toda la Biblia sobre las actitudes que debemos tener al leer o escuchar la Palabra de Dios, el cuidado y los medios que hemos de disponer para concentrarnos bien en su lectura y meditación, el efecto que debe producir en nosotros una vez leída, y hasta el tiempo y la frecuencia de dicha lectura. Lo ideal es que lo descubra cada uno de nosotros y tomemos nota en nuestro corazón; y si alguno además lo toma por escrito todavía mejor, porque lo conserva por partida doble: en el corazón como nuestra bendita Madre María y en el papel.
Reparemos en el tiempo dedicado a la lectura: “desde el alba hasta mediodía”. Al menos cuatro horas seguidas estuvieron hombres, mujeres y niños atentos a la lectura y explicación de la misma. Si leéis los dos capítulos encontraréis que durante la semana de la fiesta de las chozas, cada día se repitió dicha reunión con su lectura y oraciones. Recuerdo que leyendo este pasaje con un grupo de seglares y preguntado a cada uno qué gracia sentían les había comunicado el Señor en dicha lectura orante que estábamos realizando, uno dijo que le impactó ese detalle de que se leyera “cada día” (Neh 8,18) la Palabra y que se sentía movido a no tener la Biblia olvidada y acumulando polvo sobre su mesilla de noche, sino que ahora iba a leer unas líneas al menos cada día.
La veneración al libro sagrado y la oración corporal también es importante: “Cuando abrió el libro el pueblo se puso en pie”. Nosotros también lo hacemos cuando se lee el Evangelio, ya que es la Palabra de Dios por excelencia, hasta el punto de que recoge las palabras y hechos de Dios hecho hombre. Y añade cómo rezaban: “Cuando Esdras pronunció la bendición… el pueblo entero… se inclinó y postró rostro en tierra ante el Señor” (8,6). No debemos saltarnos las diversas posturas que están establecidas en la liturgia y que tanto nos ayudan a canalizar nuestra oración y fijar la atención.
Llama la atención las lágrimas que derramaban algunos por el dolor de haber pasado tantos años sin ajustarse al ritual exigido por la ley de Moisés para celebrar la fiesta. No sería provechosa la lectura de la Palabra si no la aplicásemos a nuestra vida. Y si nos incomoda, señal de que está haciendo su efecto benéfico como un buen purgante.
En la primera lectura descubrimos qué dice el Señor de modo genérico. Es lo que llamamos lectura. Pero de ahí debemos pasar a qué me dice el Señor a mí en concreto hoy, en mi situación actual diferente de la que me encontraba cuando leí este pasaje hace tres años. A este segundo paso le llamamos meditación. Pero la Palabra de Dios exige de nosotros una respuesta. Desde Adán y Eva al Señor le gusta entrar en diálogo con sus hijos y bajar al jardín para salir a su encuentro. Ahora dejamos al Espíritu que se dirija en nosotros al Señor en su Palabra con la oración. La bendición descendente y misericordiosa de Dios en la comunicación de su Palabra todavía alcanza un nuevo fruto admirable de su bondad: que el hombre sea escuchado por Dios, aprendiendo de su Palabra cómo dirigirse a Él. Pero no se paran ahí los beneficios de su amor, y el Señor nos adentra más en su intimidad con un cuarto paso: la contemplación. Ésta ya no requiere palabras por nuestra parte. Es una mirada amorosa de su rostro, o bien de su cuerpo crucificado al que podemos acercarnos a besar sus llagas imaginativamente o incluso repitiendo una sola palabra. Es el momento más transformante de la relación con el Señor. No es exclusiva de los grandes místicos. El Señor se goza con otorgarla a las almas sencillas que se gozan de su gran misericordia. Son los cuatro pasos de la lectio divina, tan antigua como la Iglesia misma y que los monjes han conservado y tratan de hacer llegar a todo el pueblo fiel.