Queridos hermanos en Cristo Jesús:
La Resurrección de Jesucristo y el envío del Espíritu Santo transformaron a los Apóstoles y dieron vigor a la Iglesia incipiente, como observamos en las lecturas de hoy. En la primera, del libro de los Hechos (Hch 5,27b-32.40b), encontramos a San Pedro y a los demás Apóstoles llenos de fe y valentía ante la persecución, sin miedo a predicar a Cristo resucitado. Es más, el ultraje de los azotes les llena de alegría y de ánimo para seguir adelante. También nosotros debemos anunciar a Cristo resucitado, aun sabiendo que el mundo actual quisiera eliminar su nombre. No debe extrañarnos poder sufrir persecución, pues lo avisó Jesús: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros” (Jn 15,18). El propio San Pedro supo encontrar motivos de alegría en la persecución y así exhortó a afrontarla: “estad alegres en la medida que compartís los sufrimientos de Cristo, de modo que, cuando se revele su gloria, gocéis de alegría desbordante. Si os ultrajan por el nombre de Cristo, bienaventurados vosotros” (1Pe 4,13-14). En realidad, se trata de vivir la última bienaventuranza (Mt 5,11-12; Lc 6,22-23).
A los Apóstoles les llenaba de paz, esperanza y alegría haber sido testigos de la Resurrección de Jesucristo y haber comprendido que era un hecho real, como se descube en la lectura del Evangelio (Jn 21,1-19). San Juan, ciertamente, lo reconoce y le dice a San Pedro: “Es el Señor”. Ninguno se atrevía luego a preguntarle quién era, porque sabían bien que era Él y que no se trataba de un fantasma. La certeza de la verdad de la Resurrección aumentaba su esperanza en el triunfo absoluto de Jesucristo al final de los tiempos y en la vida eterna del Cielo, reflejada en la revelación del Apocalipsis que hemos leído también (Ap 5,11-14).
Pero cabe incidir en la belleza y la profundidad espiritual del triple interrogatorio que Jesús hace a San Pedro en el texto del Evangelio de hoy. No sólo consolida el ministerio petrino, ya establecido en el capítulo 16 de San Mateo a raíz de la profesión de fe del Príncipe de los Apóstoles (Mt 16,16-19), sino que de este diálogo de amor podemos extraer importantes enseñanzas para nuestra vida interior. Si los cuatro evangelistas recogen las tres negaciones de Pedro en la Pasión y su previo anuncio por Jesucristo (Mt 26,33-35.69-75; Mc 14,29-31.66-72; Lc 22,31-34.54-62; Jn 13,36-38; 18,15-1825-27), sólo San Juan aporta este precioso pasaje del que hubo de ser testigo presente o al menos hallarse muy cercano, según se deduce del texto que sigue (Jn 21,15-23). Como dice San Agustín comentándolo, “la triple negación es compensada con la triple confesión, para que la lengua no fuese menos esclava del amor que del temor” (In Ioannis Evangelium Tractatus, CXXIII, 4).
Puede suceder que, en algunos momentos de nuestra vida, también el Señor nos pregunte interiormente a cada uno: “¿Me amas?” Tal vez, muy seguros de nosotros mismos, hayamos creído hasta entonces que efectivamente amábamos a Dios, sin caer en la cuenta de que en realidad nos amábamos más a nosotros mismos que a Él. La primera pregunta de Jesús, a cada uno de nosotros como a Pedro, nos puede causar sorpresa y seguramente nos asalte en un momento de prueba interior y de tribulación. “¿Qué es esto que me dice el Señor? ¡Claro que le amo!”, diremos nosotros. Y entonces le contestamos con relativa seguridad: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”.
Pero la sorpresa se ve sucedida por la turbación, porque la prueba sigue y Jesús nos interroga por segunda vez: “¿Me amas?” Nos quedamos estupefactos: si ya le hemos dicho que sí, ¿por qué nos vuelve a preguntar? Todo nuestro interior comienza a tambalearse, empezamos a pensar que duda de nosotros, quizá porque realmente no le hemos amado de verdad como correspondía. Y, más aún, esto no queda aquí, sino que el Señor nos vuelve a decir una tercera vez: “¿Me amas?” Entonces ya sucumbimos del todo, nos adviene la tristeza porque parece que Él duda de nosotros y acabamos siendo conscientes, ahora sí, de que nuestro amor hacia Él ha sido y es realmente muy pobre, pero que así todo debemos dárselo y expresárselo: “Sí, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”. Nuestra actitud ha de llegar a ser la del reconocimiento absoluto de su sabiduría, ante la cual no existe nada oculto; no podemos esconderle nuestra interioridad, porque la conoce mejor que nosotros: “Tú lo sabes todo; por lo tanto, Tú sabes también que te amo, aún a pesar de mis defecciones anteriores y de mis miserias”. Veámonos reflejados en San Pedro, en quien Jesús echa por tierra su presunción, su fanfarronería, su autosuficiencia, su seguridad en sí mismo, para hacerle reconocer que sin Él nada puede.
La prueba interior, por lo general venida en forma de tribulación y de vivencia de cruz, llama a nuestra vida como una fase necesaria de purificación espiritual. Aquí se dirimen las grandes crisis personales, que pueden desembocar en una crisis vocacional en la vida religiosa, sacerdotal o matrimonial e incluso concluir en una crisis de fe y en lo que coloquialmente llamamos una actitud de “rebote”, o, por el contrario, solventarse en una consolidación en el amor de Dios y en la propia vocación. A lo primero se llega cuando el orgullo y la soberbia son más fuertes y, no dejando entrar a Dios en el interior del alma para que limpie la basura del propio pecado, se abre la puerta al demonio para que culpe de todos nuestros males reales o supuestos a los demás y nos conduzca a la rebeldía y la amargura. Por el contrario, si nos despojamos y vaciamos de la soberbia, del orgullo y de la vanidad y reconocemos la propia pequeñez y que todo lo necesitamos de Dios, Él mismo nos hará salir de la oscuridad para entrar en un nuevo camino de luz. Es ahí cuando se comprende lo que enseña San Juan de la Cruz: “el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios”, para que así nuestra alma se transforme en Dios (Subida del Monte Carmelo, II, cap. 5, 7). Entonces se alcanza esa humildad que el mismo Doctor místico español describe en otro lugar: “Humilde es el que se esconde en su propia nada y se sabe dejar a Dios” (Dichos de luz y amor, 172).
Roguemos a María Santísima, modelo de humildad y de entrega al Señor, que permaneció firme en la Pasión y esperanzada en la Resurrección, que nos guíe en el camino de la vida interior, purificándonos de nuestras imperfecciones para que su Hijo entre y more en nuestra alma juntamente con el Padre y el Espíritu Santo.