Queridos hermanos en Cristo Jesús:
La lectura del Santo Evangelio, con la parábola de la higuera estéril (Lc 13,1-9), nos invita a la conversión interior, como es propio de la Cuaresma. Los tres medios fundamentales que nos deben conducir hacia ese fin son los mencionados en la “Oración colecta”: el ayuno, la oración y la limosna. Ellos nos hacen crecer en la vida de la gracia y evitar el pecado y nos llevan por el camino de la virtud.
La realidad pecadora del hombre, herido por el pecado original, pero sostenido con el auxilio de la gracia para obrar el bien, es algo que nunca debemos olvidar, para no dejarnos arrastrar por un nuevo pelagianismo que impera hoy y que supone que el ser humano es capaz de alcanzar todo lo que se proponga y de construir un mundo feliz por sus propias fuerzas, prescindiendo de Dios.
En el texto evangélico, Jesús nos sitúa ante esa realidad pecadora del hombre, haciendo alusión a dos hechos trágicos que todos conocían: los galileos ejecutados por Pilato (tal vez unos “zelotes” o guerrilleros independentistas judíos) y quienes murieron aplastados por la torre de Siloé no eran más pecadores que el resto del pueblo. Nadie puede arrogarse el estar sin pecado, como señaló Jesús en el episodio de la mujer adúltera (Jn 8,7), ni le es lícito pretender sacar la mota del ojo ajeno cuando en el propio tiene una viga (Mt 7,3-5; Lc 6,41-42). Por lo tanto, como Él nos dice: “Si no os convertís, pereceréis de la misma manera” (Lc 13, 3.5). Y la muerte a la que se refiere es la peor de todas: la condenación eterna.
Este domingo, la Iglesia en España celebra el día de Hispanoamérica para orar por la Iglesia en aquellos territorios y recaudar fondos para sus necesidades. La conciencia de la existencia del pecado original llevó a los misioneros españoles y portugueses a lanzarse al océano para llevar la luz redentora de Cristo a gentes que no la conocían. Si admirables son las aventuras emprendidas por descubridores y conquistadores, mayor aún es la gesta de los misioneros que, a veces descalzos y en la más absoluta pobreza, caminaron miles de kilómetros a pie, bautizaron a miles de indios por convencimiento (no a la fuerza, como en ocasiones se ha dicho), redactaron gramáticas y diccionarios con los que salvaguardaron la riqueza de las lenguas indígenas, pues en ellas mismas predicaban a los indios, los protegieron frente a abusos y promocionaron su dignidad humana en razón de su condición de personas, de hijos de Dios y de súbditos de la Corona española. Tomemos conciencia de nuestro deber hacia la Iglesia de Hispanoamérica, pues son muchas las necesidades espirituales y materiales que conoce por la penetración de las sectas, las injusticias sociales y la tentación de afrontar la resolución de éstas mediante el recurso a la dialéctica marxista en vez de hacerlo con la Doctrina Social de la Iglesia.
Por otro lado, estos días vivimos acontecimientos históricos del mayor calado en la Iglesia Católica y en el mundo entero. Debemos estar agradecidos a Dios por el Pontificado de Benedicto XVI, orar por él y por la Iglesia y no echar en saco roto sus enseñanzas. Ha sido un Papa que ha insistido en el sentido profundo de la liturgia, del culto dado a Dios como oración de la Iglesia, frente a la tentación de que cada párroco o cada comunidad cristiana hagan una celebración a su propio gusto. Ha insistido en el valor de la Santa Misa como renovación y actualización del sacrificio de Cristo en la Cruz, muy por encima de un banquete festivo entre amigos. Por eso mismo, recalcando la presencia real de Cristo en la Eucaristía, ha promovido la recepción de la Sagrada Comunión en la boca y de rodillas. Y pese a muchos obstáculos, reticencias y prejuicios, también ha facilitado la celebración de la forma tradicional del rito latino, que ha denominado “forma extraordinaria”, que se remonta a los orígenes de la Iglesia en Roma, mucho más allá del Concilio de Trento y que, lejos de ser una reliquia del pasado o un empeño de nostálgicos, es un tesoro siempre antiguo y siempre nuevo.
Benedicto XVI ha sufrido con la Iglesia el acoso que ésta padece en nuestro tiempo por enfrentarse de lleno a un plan diabólico encaminado a anular el valor de la vida humana e invertir el orden natural y que se manifiesta principalmente en la ideología de género y abortista. Pero tal vez aún mayor haya sido su sufrimiento por desgarros vividos en el seno de la Iglesia: ha afrontado con valentía el pecado nefando de ciertos sacerdotes y ha querido consolar a sus víctimas; ha intervenido en institutos cuya cúpula daba señales de corrupción; ha tratado de renovar buena parte del episcopado, cesando a una media de dos obispos indignos cada mes, tanto por problemas doctrinales como morales; ha tenido que sufrir con profundo dolor las críticas venidas de dentro de la Iglesia por actuar como padre al levantar la excomunión a los obispos consagrados por Monseñor Lefebvre para favorecer la comunión de toda la Iglesia. En definitiva, ha cargado con la cruz de la Iglesia y ahora, como él mismo ha explicado, al renunciar al ejercicio activo del ministerio petrino no lo hace por egoísmo y comodidad, sino que continuará llevando esa cruz en una vida escondida de oración, siguiendo el ejemplo de San Benito.
En estos momentos difíciles, debemos unirnos a él con los medios que nos ofrece la Cuaresma: la oración y la penitencia. Siguiendo la exhortación del Señor, no hemos de dejarnos arrastrar por falsos profetas que puedan querer sembrar la confusión dentro de la propia Iglesia, aprovechándose de la situación, ni atender a las informaciones interesadas acerca de las decisiones de esta o aquella conferencia episcopal. Nos dice el Señor: “Mirad que nadie os extravíe”, “mirad que nadie os seduzca” (Mt 24,4; Mc 13,5; Lc 21,8), “estad alerta, velad” (Mt 24,42.44; Mc 13,33.35.37; Lc 21,36). El medio para velar con Cristo, como indicó a sus Apóstoles en el Huerto, es la oración (Mt 26,41; Mc 14,38; Lc 22,46), y con ella la penitencia. Oremos a Dios con confianza, porque es compasivo y misericordioso (Sal 102), según han cantado los niños de la Escolanía, y sabiendo que su esencia inmutable, expresada a Moisés en su afirmación “Yo soy el que soy” que hemos escuchado en la lectura del Éxodo (3,1-15), nos habrá de dar firmeza en medio de las dificultades y de la tribulación. Confiemos en estos momentos la barca de la Iglesia a las manos de Dios, de la Santísima Virgen María, de San José y de San Miguel Arcángel.