Queridos hermanos en Cristo Jesús:
Entre el 18 y el 25 de enero se celebra la semana de oración por la unidad de los cristianos, iniciada en 1908, pero a la que ya había animado el papa León XIII en 1894. Es indudablemente un deseo de todos los discípulos de Cristo alcanzar la unidad, conforme a la oración sacerdotal que Él mismo hizo al Padre: “que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí, y Yo en ti, para que sean uno como nosotros somos uno, para que el mundo crea que Tú me enviaste” (Jn 17,21; también Jn 17,11.22-23).
Ahora bien, es necesario establecer algunos puntos fundamentales muy claros, pues, de lo contrario, el entusiasmo por el ecumenismo y más todavía por el diálogo interreligioso pueden conducir, y de hecho conducen con frecuencia, a una peligrosa actitud relativista, en parte muy en consonancia con el mundialismo filantrópico de origen masónico hoy imperante y con los ideales sincretistas de la espiritualidad neonógstica de la “New Age” o “Nueva Era”. En muchas ocasiones, acaba dando la impresión de que da lo mismo cualquier religión y de que ninguna tiene la verdad completa, y que, para alcanzar la verdad, todo consistirá en renunciar a los dogmas, buscar puntos de consonancia comunes y lograr un entendimiento fraterno entre todos.
Ante todo, hay que tener en cuenta que el logro de la unidad entre los cristianos no va a depender del esfuerzo humano, sino esencialmente del Espíritu Santo, capaz de vivificar la Iglesia, según hemos podido escuchar en la lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios (1Cor 12,4-11). De ahí que, si queremos lograr ese fin ciertamente deseable, hemos de partir de la oración. En segundo lugar, parece también evidente que debemos procurar una actitud de respeto hacia las personas que pertenecen a otras confesiones cristianas y tratarlas con caridad, buscando superar tensiones que en el pasado, por circunstancias históricas entonces comprensibles por la efervescencia de una ruptura reciente, llegaron al enfrentamiento violento.
Pero estas dos actitudes, de oración a Dios y de caridad hacia los hermanos, no se oponen a otro punto fundamental: los católicos no podemos renegar de las verdades que la Iglesia ha enseñado a lo largo de los siglos a partir de la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio. El logro de la unidad entre los cristianos no puede basarse en un conjunto de concesiones entre unos y otros para alcanzar un punto medio de acuerdo. Se pueden y deben aclarar aspectos de la fe católica que resulten oscuros en su exposición a otros cristianos; pero no se puede renunciar a las verdades de la fe como si tal vez la Iglesia Católica hubiera estado equivocada hasta ahora.
La verdad no nace del consenso entre posiciones diversas ni es mudable en el tiempo. La verdad responde a una realidad objetiva y perenne. Por eso puede ser comprendida, como lo hacía San Anselmo, como “rectitud”. Y los católicos debemos estar seguros de que Jesucristo ha concedido a la Iglesia Católica la plenitud de la verdad teológica, habiéndola asentado con firmeza sobre la roca de Pedro y habiéndole otorgado las llaves del Reino de los Cielos, asegurando además que las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella (Mt 16,18-19).
Tampoco hay que olvidar, por otra parte, que alguien fundamental en la unidad entre los cristianos habrá de ser la Santísima Virgen María. Los católicos debemos tener claro, como también lo saben los ortodoxos y se lo debemos anunciar sin temor a los protestantes desde los propios textos bíblicos, que Ella no puede quedar relegada a un plano insignificante, sino que ocupa un puesto del mayor relieve en la Historia de la Salvación como Madre del Redentor, verdadera Madre de Dios y, por tanto, la principal colaboradora en la obra de la Redención de Jesucristo. Lo acabamos de ver en el pasaje de las bodas de Caná (Jn 2,1-12), cuando Ella adelantó la hora de su Hijo y le llevó a realizar su primer milagro, dándonos además un mandato que con razón ha sido a veces llamado “el mandamiento de María”: “haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).
María no puede quedar en el olvido como alguien insignificante, a pesar de su ejemplar humildad, que la ha hecho denominarse a sí misma “la esclava del Señor” (Lc 1,38). Esta virtud precisamente realza más su santidad, como también realza el valor de su fe, pese a lo que a primera vista pudiera parecer, cuando Jesús dijo que el que cumple la voluntad de Dios es su hermano y su hermana y su madre (Mt 12,46-50; Mc 3,31-35; Lc 8,19-21), porque es justamente María la primera que ha obedecido a Dios acogiendo en su seno a su Hijo (Lc 1,38). Por eso Santa Isabel, al igual que el ángel, la llamó “bendita entre las mujeres” (Lc 1,28.42) y María afirma de sí misma que todas las generaciones la llamarán “dichosa” porque el Poderoso ha hecho obras grandes en Ella, fijándose en su pequeñez y humildad para ensalzarla (Lc 1,48-49). Portándole el mensaje de Dios Padre, el arcángel San Gabriel la saludó nada menos que como “la llena de gracia” y “bendita entre las mujeres” (Lc 1,28).
María Santísima, verdadera Madre de Dios, es también verdadera Madre de la Iglesia. Permaneciendo fiel al pie de la Cruz, Jesús nos la dio como Madre en la persona de San Juan (Jn 19,25-27) y, al igual que éste, allí hubo de contemplar el costado abierto de Cristo por la lanzada, que nos abre las puertas a su Corazón, del que brota la Iglesia (Jn 19,34-37). Después de la Ascensión, Ella confería unidad en el amor y en la oración a los Apóstoles en el Cenáculo (Hch 1,14) y tenía que estar con ellos cuando el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés (Hch 2,1-13). Por lo tanto, sin María no se podrá alcanzar la verdadera unión de los cristianos, sus hijos. A Ella se pueden aplicar las palabras de la lectura de Isaías que hemos escuchado, referidas a Jerusalén, porque María es ciertamente llamada por Dios “mi favorita” y “Desposada” y Él encuentra en Ella la alegría que halla el marido con su esposa (Is 62,4-5).
Vamos a encomendar también a la Santísima Virgen que proteja la continuidad de las capillas de la Universidad Complutense de Madrid ante un nuevo acoso laicista, cuyo futuro se va a tratar en días próximos. Que Ella alcance de Dios luz y valentía para los representantes de la Iglesia, la misma luz y valentía con que el Cardenal Cisneros impregnó el auténtico espíritu complutense.