Hermanos en el Señor: “Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”. Esta es la promesa que se hace al Siervo del Señor, que nos transmite el profeta Isaías y que se ha cumplido en Jesucristo. Una promesa que sería exagerada para cualquier otro profeta, pero si somos objetivos y no ocultamos los datos históricos a nuestro alcance, en Jesucristo es cierta. Pero ahora lo importante es si nosotros nos creemos esta buena noticia o no. Si nosotros reconocemos en Jesucristo al Hijo de Dios enviado por el Padre para dar testimonio con obras y palabras, entonces tenemos que procurar que esta fe sea viva y se manifieste en nuestra vida. Y a eso se dirige la exhortación de la homilía. ¿En mi vida queda claro en todas sus manifestaciones que Jesucristo es Dios y que se hace presente y vivo, y es la razón de ser de todos mis actos? ¿Toda mi vida es una referencia constante a Él? ¿Aspiramos a que así sea?
El profeta Isaías pone en boca del Siervo de Yahveh: “Desde el vientre me formó siervo suyo”. Y el Salmo que se ha cantado también aporta su perfil a este Siervo cuando dice: “no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: ‘Aquí estoy’. Como está escrito en mi libro: ‘para hacer tu voluntad’”. El Siervo es un elegido que busca en todo hacer la voluntad de su Señor. Siendo Dios ha obedecido como hombre y nos ha dejado bien claro el camino por el que debemos seguirle sus discípulos: el difícil camino de la obediencia, seguro en su trayectoria y sin pérdida en su meta. Cuántas veces hemos abandonado este camino de obediencia a los mandatos del Señor. Cuántas veces hemos dejado de denunciar que el aborto es un crimen nefando, que el adulterio es un impedimento para recibir la comunión eucarística, que también es sacrilegio comulgar con cualquier otro pecado mortal sobre la conciencia y si apenas hay confesiones en nuestras parroquias, ¿podemos mirar a otra parte? ¿Cuántos se atreven a recordar que la comunión en la mano abre la puerta a graves profanaciones, o al menos, irreverencias nada desdeñables hacia el Señor, porque se quedan partículas en los dedos y en la mano, que a veces no son visibles si no se mira detenidamente? Ser imitador de este Siervo obediente hoy día es crearte problemas dentro de nuestro entorno eclesial, sin ir más lejos.
Pero si queremos llegar a tener esa paz en el corazón y en la sociedad, que nos promete la oración colecta que hemos rezado, para que “todos los días de nuestra vida se fundamenten en tu paz”, la que viene de Dios y es verdadera y abarca a toda la persona, no hay otro camino que el de la obediencia a los mandatos del Señor tan olvidados. Hemos caído en la ignorancia de las Escrituras, de la Palabra de Dios, y si no se medita y se hace oración con ella cada día es señal de que ni se la ama, ni se tiene en ella la referencia más segura de nuestra vida, la de los mandatos del Señor: la participación de su sabiduría divina a nuestro alcance.
Vayamos ya al corazón de las lecturas, al Evangelio, que nos descubra con toda nitidez quién es este Siervo, anunciado como luz de las naciones. Juan Bautista es contundente, al decir: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. No afirma que si ofrecemos un cordero en reparación de nuestros pecados, Dios nos escuchará, sino que hay algo totalmente nuevo al proclamar solemnemente que es una persona que quita el pecado por sí mismo, cosa que solo Dios puede hacer, y al que denomina Cordero de Dios. Y para no dejar lugar a dudas añade lo que parece una adivinanza: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. No es un juego de palabras, sino algo tan profundo que no se puede comprender sin una explicación, sin saber que Jesús como hombre ha nacido en el tiempo, pero como Dios es eterno. Está diciendo algo inaudito, Jesús es Dios y hombre a la vez. Conocer y estar convencido de esta verdad supone un don de Dios, pues no está al alcance de nuestros sentidos. El mismo san Juan Bautista declara que “no lo conocía”. ¿Cómo, pues, lo conoció? Por la manifestación del Espíritu Santo: primero interiormente y luego a través de un signo de la presencia del Espíritu. No convirtiéndose o encarnándose el Espíritu en una paloma, sino sólo haciéndose presente bajo la apariencia de paloma, pues ya había sido advertido que “sobre el que veas bajar el Espíritu Santo y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo.” Los presentes vieron sólo que una paloma se posó sobre Jesús. El Bautista les ha de enseñar que eso que habían visto era un signo de que Jesús poseía, desde antes de que Juan existiera, la predestinación a ser y estar ungido como Mesías. Todo esto es una lección bien clara para nosotros. Sin la acción del Espíritu Santo ni podemos confesar que Jesús es Señor de cielo y tierra, que es el Dueño de nuestras vidas y de que esta no es una verdad que nos deba angustiar o entristecer, pues Él es también todo amor. No nos oprime, ni se sirve de nosotros para su dominio, como los poderosos de este mundo. No necesita de nosotros. Respeta nuestra libertad y ha de reclamar nuestro amor como un mendigo antes de entrar en nuestro corazón.
¿Por qué no creer de veras en Jesús, que es Dios, que vive en nosotros si le abrimos nuestro corazón, que Él mismo es camino, verdad y vida. Pero que si asumimos defender su Evangelio frente a manipulaciones o recortes –hoy tan frecuentes , Él va a estar con nosotros a nuestro lado. A nosotros nos va a ser difícil no claudicar, pues hay muchos que dicen ser discípulos de Jesús o hijos de Dios, pero sólo le siguen en aquello que les parece. Sólo los que se dejan guiar por el Espíritu son verdaderos hijos de Dios. Los que se niegan a escuchar al Espíritu no le están siendo fieles. Estos ponen triste al Espíritu, que vive en ellos constreñido y como muerto, sin poder actuar. Y eso que recibieron en su bautismo el Espíritu y luego, con un don más fuerte en orden a dar testimonio, en el sacramento de la Confirmación.
_x000D_
San Pablo no hace sino corroborar que no sólo Jesucristo es Ungido y Elegido, sino que todos hemos sido consagrados, y fuimos llamados por Él; todos aquellos que invocamos el nombre de Jesús, estando en comunión plena de amor, guardando su palabra, es decir, cumpliendo sus mandatos, y abriendo nuestro corazón a su acción, y a las manifestaciones que suscita en personas con carismas del Espíritu Santo para el bien de la comunidad de creyentes, y de aquellos que aún no creen, para que participen de esta gracia en que nosotros estamos.
Esta Eucaristía debe ser para nosotros un compromiso a vivir como hemos confesado nuestra fe en tantas lecturas y oraciones. Creemos en lo que hemos proclamado si vivimos tal como se ha proclamado que es un cristiano que se precia de este nombre. Lo cual no puede llevarse a cabo sin la fuerza que proviene de la participación en el sacrificio de Cristo no sólo asistiendo a la Eucaristía, sino uniéndonos a aquella participación de su sacrificio que Cristo tenga dispuesta en nuestra vida con fracasos, dolores físicos o morales, incomprensiones, decepciones. Todo lo que el Señor permita nos suceda debe ser para nosotros no motivo de queja y rebelión, como tantas veces hacemos dándole vueltas en nuestra cabeza y resistiéndonos a aceptar aquello que no es conforme con nuestra voluntad o nos ha contrariado, sino que todo se debe convertir en nosotros en motivo de alabanza y de acción de gracias de su Voluntad que ha permitido que tales cosas sucedieran. ¿No decimos cada día en Misa: “En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar”? No mintamos diciendo una cosa y haciendo otra. Pidamos al Espíritu Santo esa coherencia que nos hace verdaderos HIJOS suyos.