“Cuando se cumplió todo lo que estaba escrito de Él lo bajaron del madero y lo sepultaron. Pero Dios lo resucitó de la muerte” (Hch 13, 29 Pablo). Esta fue el tema central de la predicación de los apóstoles, y lo es de la Iglesia en todos los tiempos. En su laconismo, ese texto resume la historia y el misterio de este hecho central de la historia de Cristo y de la humanidad.
El hecho inaudito de la resurrección es la prueba de que los hombres, los acontecimientos, la historia humana, están bajo el señorío de Cristo. Mediante este hecho, y de forma asombrosa para nosotros pero totalmente natural para Él, reconduce esa historia de acuerdo con los proyectos eternos de Dios, trastornando todo lo que se les opone, de manera que no sea la libertad humana la que imponga finalmente su signo, sino la voluntad omnipotente de Aquel a quien están sometidas todas las cosas en el cielo y en la tierra. Una voluntad inspirada por el Amor, la Sabiduría y la Gloria de Dios, y que es la demostración de que el pretendido poder de eliminar a Cristo, entonces o ahora, es una fantasía: “yo tengo poder para entregar mi vida y para volver a tomarla (…),advirtió Jesús a los mismos que le iban a condenar.
Este Cristo ha sido designado heredero de todo, por el cual han sido realizadas las edades del mundo, aquel que en los comienzos cimentó la tierra y cuyas manos formaron los cielos, el que sostiene el universo con su palabra poderosa, aquel cuyo trono permanece para siempre porque es siempre el mismo, y cuyos años no se acaban, el mismo que ama la justicia y odia la impiedad’ (Hb 1)
Hoy vuelve a suceder lo mismo, cuando parece que Dios ha sido recluido en un sepulcro mejor custodiado que el del Gólgota. También hoy, esta noche, hemos escuchado: “Cristo ha resucitado”, y este hecho es más decisivo que todas las perturbaciones espirituales, morales y humanas, de las que somos y vamos a ser testigos por un tiempo, tal vez hasta límites insospechados.
Una resurrección que demuestra que Él es el único Señor de la muerte y de la vida, y que esta realidad sustenta la garantía de que el futuro del mundo y del hombre le pertenece y que, en Él, pertenece al hombre, pero que sin Él el futuro del hombre sería la nada y el presente una frustración sin esperanza.
Sabemos que Dios está preparando algo que no figura en nuestros planes: un hombre, una tierra y un cielo nuevos. El primer movimiento en esa dirección se produjo en la resurrección de Jesús. En Él reapareció la figura de ese hombre en el que el pecado había casi anulado la conciencia de su origen y de su imagen divinos, desfigurando sus señas de identidad: “todos los hombres habían corrompido sus caminos”, leemos en Génesis; los hombres de las primeras generaciones y los de hoy. Pero Jesús “ha resucitado para nuestra justificación” (Rm 4, 25): para devolvernos la comunión con Dios, pero también la seguridad de que todo está bajo su tutela, de que los poderes, las amenazas y los acontecimientos desencadenados por el hombre los administra Él según unos designios cuya clave sólo a Él pertenece. Es claro que quien ha vencido a la muerte y a quienes la provocaron tiene poder para dominar el mal y hacernos participar en esa misma victoria y resurrección.
Éste fue el desenlace inevitable de la historia humana de Jesús, y lo será de todos lo que llevan el signo de Cristo. Así es porque “suyo es el tiempo y la eternidad”, porque Él es el ‘Alfa y la Omega, el Principio y el Fin’ (liturgia de la Vigilia Pascual). Este es el regalo de Pascua de Cristo a la humanidad, a la pasada y a la futura, aun para aquellos que no lo van a aceptar.
Cristo resucita para decirnos que nuestro porvenir no es la muerte, ni la nada, sino la vida, y una vida completamente superior a la presente: “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos”. Vivimos siempre que llevamos a Dios en el corazón, aunque sea en el sufrimiento o en la misma muerte del cuerpo. Con Él llevamos la fuente de la vida y la esperanza de la resurrección. De hecho, la historia humana está sumergida en una historia divina. Por eso la fe nos urge a construir en nosotros desde ahora el hombre nuevo, el que busca “las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, no las de la tierra” (Col 3); porque “os habéis revestido de Cristo” (Gal 3, 27).
Se trata de ese hombre nuevo invitado ya a habitar en las alturas, y para el que la tierra es el escabel de sus pies, su apoyo y su tarea transitoria. El hombre y La tierra nuevos se podrán establecer cuando sea nuevo el hombre que la habita y que la transfigura según un modo nuevo de estar en ella sin ser de ella. Revestidos de la gloria y majestad de Cristo, de su poder y sabiduría; revestidos de Dios.
Escuchamos a S. Pablo: “Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra predicación, vana vuestra fe” (1 Cor 15, 17). Por tanto, vano sería el cristianismo, vana su historia, vana la Iglesia, vana nuestra vida, vana toda esperanza, y vano el hombre con su escaso, y tantas veces amargo, número de días. Si Cristo no ha resucitado, entonces no habría otros días, eternos en número y felicidad; y sería vana la existencia y el mundo para los cuales no habría ni nuevos cielos ni nueva tierra, ni hombre nuevo que los habitara con un alma nueva, rejuvenecida con la vida y la gloria del Resucitado.
“Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido” (Col 1, 13). Por eso, “quien guarde mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre” (Jn 8, 51).