“El Señor ha resucitado verdaderamente”, han proclamado las primeras palabras de la liturgia de este Domingo de Resurrección.
Ayer Jesucristo estaba enterrado, hoy está resucitado y vivo. De un día para otro Jesús ha pasado de la muerte a la vida. En la tarde del Viernes los judíos creyeron que el impostor, el blasfemo, el enemigo de la nación y del pueblo santo de Israel había, por fin, sucumbido. Israel había derrotado a quien había considerado su máxima amenaza, al falso Mesías que había estado a punto de provocar la destrucción del pueblo de Dios y había amenazado al Templo Santo. Había pasado la pesadilla. Aunque en realidad sólo momentáneamente: 40 años después todas estas amenazas tuvieron un cumplimento devastador a manos de los romanos.
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¿Tiene algún sentido recordar y celebrar hoy aquellos acontecimientos, ocurridos hace dos mil años? En realidad esa historia tenía un sentido al mismo tiempo real y prefigurativo, de manera que cuando se tienen ojos para ver y sensibilidad para detectar su sentido profundo, salta a la vista que aquella historia anticipaba la que se está gestando en nuestro tiempo, o más bien está ya en acción, no a nivel de un pequeño pueblo, sino a escala universal.
Dios ha desaparecido, o más bien le hemos retirado, de la escena pública y de casi todos los escenarios privados. Prácticamente por las mismas razones: Él es una amenaza para las convicciones e intereses que hoy motivan nuestra existencia. Da igual que su presencia nos haya acompañado a lo largo de todas las generaciones precedentes, como la expectativa del Mesías había acompañado y configurado toda la historia del pueblo de Israel. Nosotros hemos decretado que ya no es su tiempo, sino el nuestro. Por eso hemos borrado de nuestra vida su Evangelio, su gracia y sus mandamientos, su Nombre y sus símbolos.
Pero Dios tiene sus tiempos mientras deja al hombre que tenga los suyos, aunque tantas veces nos ha invitado a que ambos coincidan, porque los nuestros sólo contienen una ficción que se evapora como nube pasajera. En realidad, somos nosotros los que desaparecemos de la escena cuando borramos en nuestro entorno y en nosotros mismos casi todas las huellas auténticamente humanas. Por eso, el tiempo del hombre no ha anulado el tiempo de Dios. Quien parece que hoy es el máximo ausente es, por el contrario, el único que mantiene una presencia viva. Él mismo dice en el Apocalipsis: “estaba muerto pero ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo’ (Ap 1, 18). También para nosotros hay vida allí donde se cree en el Dios de la vida, en Aquel que “ha hecho brillar la vida y la inmortalidad” (2 Tim 1, 10).
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Hay, de hecho, una realidad de resurrección en la vida de quien sabe que la muerte ha sido vencida por el Autor de la Vida. Allí donde se cree en el Dios de la vida, en Aquel que ha proclamado: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 24). Allí donde un hombre cree y proclama que “la muerte ha sido absorbida por la victoria” (2 Cor 5, 4).
Victoria de Cristo y, en Él, del hombre, cuando alguien rompe sus cadenas y se levanta del sepulcro en que le han retenido sus pecados, y entona cantos de liberación porque ha lavado sus manchas en la sangre del Cordero inmolado. Entonces en él se cumple la invitación a ‘estrenar un corazón nuevo y un espíritu nuevo’. Porque la resurrección es la afirmación de que todo puede volver a la vida, todo lo que está muerto en la carne o en el espíritu del hombre.
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También nosotros resucitamos cuando convertimos nuestros huesos calcinados en espíritu resucitado para la vida eterna. Vivimos esa resurrección cuando creemos que “todo el que ha nacido de Dios ha vencido al mundo” (1Jn, 5, 4) , y que “todo está recapitulado en Cristo” (cf Ef 10, 1; Col 1, 1). Que Él es la referencia absoluta de la perfección humana, y la medida del hombre, y que fuera de Él la humanidad está fuera de sí; fuera de su orden, de su realidad, de su destino y de su verdad.
Podemos hablar de resurrección cuando ponemos en Cristo nuestro anhelo de plenitud, de esperanza y de vida inmortal. Cuando en Él apoyamos la seguridad inconmovible en el triunfo final de la verdad y del bien, porque el “príncipe de este mundo ya ha sido arrojado fuera” (Jn 12, 31) y definitivamente vencido por la potencia de Cristo en la Cruz y en el sepulcro abierto.
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La humanidad necesita pasar por una verdadera resurrección previa a la de los muertos, porque el espíritu del hombre está colapsado. Cuando esto sucede las restantes actividades y signos de vida son anecdóticos: un pasatiempo y un sucedáneo.
Hoy Cristo espera su nueva resurrección, no sólo por la intervención del Padre y por la fuerza de su divinidad, sino del hombre mismo, ya que no se trata sólo de la resurrección de su cuerpo, sino la que esperamos que tenga lugar en el corazón de los hombres y en el seno de la sociedad, si nos decidimos a sacar a Dios de las catacumbas y devolverle a la luz del día.
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La resurrección es ya real cuando nos afirmamos en la convicción de que en Cristo, el Hombre perfecto, se ha abierto el camino al verdadero progreso espiritual y humano, o cuando le ponemos como piedra angular en la construcción de la sociedad humana. Entonces alcanzamos la libertad en la verdad, la paz en la unidad, la igualdad en el amor mutuo, la fraternidad en torno al mismo Padre común.
“Jesús es la piedra que desechasteis vosotros los arquitectos, pero que se ha convertido en piedra angular” (Hch 4, 11), esa misma piedra que fue removida para abrir paso al Cristo triunfante de la muerte y al hombre que, en Él, vuelve a la vida. Cristo volverá porque ha de tener cumplimiento todo lo predicho acerca de su soberanía universal, así como la promesa de los cielos y la tierra nuevos en los que habite el hombre nuevo.