Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo Emérito de Segovia; Rvdmo. P. Abad Emérito y queridas Comunidad Benedictina y Escolanía; queridos hermanos todos en el Señor:
Como hemos escuchado al final del relato del Evangelio (Jn 20,1-9), estaba profetizado: Cristo “había de resucitar de entre los muertos”. Las santas mujeres y los Apóstoles estaban desconcertados ante su Muerte, ante su aparente fracaso, y no daban crédito al principio de lo que había sucedido con la Resurrección. Pensaban incluso que se lo había llevado alguien del sepulcro. Tuvieron que verlo ya resucitado con sus ojos, palparlo con sus manos e incluso hasta comer con Él e introducir –en el caso de Santo Tomás– su dedo en los agujeros de los clavos y la mano en la herida de su costado, para creer realmente que aquello era verdadero, que realmente había resucitado. Por eso resulta imposible pensar que los Apóstoles inventasen el relato de la Resurrección: lo que los evangelistas recogen es una realidad y una verdad ante la que se toparon los primeros discípulos y que no estaban predispuestos a creer y menos aún a inventar.
Siempre debemos afirmarlo, por tanto, y lo repito tal cual lo decía esta noche en la Vigilia Pascual: la Resurrección de Cristo es una verdad fundamental de nuestra fe y un auténtico dogma que hay que creer sin temor. Se trata de un hecho real, verdadero, acontecido en un momento histórico y que al mismo tiempo trasciende la Historia (Catecismo de Iglesia Católica, nn. 639, 647 y 656). No fue una sugestión colectiva de los Apóstoles y discípulos, ni una presencia simplemente espiritual entre ellos. El cuerpo de Jesucristo realmente resucitó. Jesucristo realmente salió del sepulcro y se apareció en los días siguientes, con un cuerpo glorioso, a las santas mujeres, a los Apóstoles y a otros discípulos.
La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo es la culminación de su Pasión redentora, que hemos celebrado y conmemorado especialmente estos días, pues con ella ha vencido a la muerte, al pecado y al demonio. Los misterios de dolor conducen a los misterios de gloria, y su Ascensión a los Cielos hará posible también que sea enviado sobre la Iglesia el Paráclito, el Espíritu Santo. Por eso la realidad de la Resurrección define y determina por completo la vida de la Iglesia y del cristiano.
El relato expuesto por San Lucas en la lectura de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (Hch 10,14.37-43), resume a la perfección esta verdad: Jesús pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, y luego lo mataron colgándolo de un madero. Hasta aquí, todo podría haber sido una gran labor social y de predicación moral y religiosa, pero habría sido un fracaso si terminara ahí. Ciertamente, el nombre de Jesús podría haber pasado a la historia como el de una persona buena que habría muerto injustamente y nos habría dejado un ejemplo, pero su obra habría quedado incompleta. Por eso añade San Lucas: “Pero Dios lo resucitó al tercer día” y lo hizo ver “a los testigos que Él había designado” para dar “solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos”. Por tanto, Jesucristo ha triunfado, ha vencido sobre la muerte, sobre el pecado y sobre el demonio; ha resucitado y vive eternamente y es el Juez supremo, como verdadero Dios que es, y es el único Mediador entre Dios y los hombres, como Dios y Hombre verdadero que es.
Nuestra fe es una fe de esperanza porque cree de lleno en la Resurrección de Cristo. San Pablo lo dijo claramente a los Corintios: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe. […] Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados. […] Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad” (1Cor 15,14.17.19).
En efecto, si todo hubiera terminado con la muerte en la Cruz, habría sido realmente un fracaso. Sin embargo, Jesucristo es verdadero Dios y una de las pruebas más grandes de su divinidad es precisamente su Resurrección gloriosa. Gracias a ella, nosotros podemos tener la esperanza de nuestra inmortalidad, la certeza de que nuestra alma es inmortal y de que nuestro cuerpo resucitará como el suyo al final de los tiempos para reunirse definitivamente con el alma. Gracias a su Resurrección, podemos estar seguros de la existencia de la vida eterna y de que estamos llamados a gozar de Dios en ella. Así puede decir entonces San Pablo en la misma primera Carta a los Corintios: “Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto” (1Cor 15,20). Él ha sido el primero en resucitar para siempre, abriéndonos la esperanza de la vida eterna que habíamos perdido por el pecado de Adán.
Pidamos a María Santísima, que vivió con singular gozo la alegría de la Resurrección de su Hijo, que seamos capaces de penetrar en la comprensión de estos misterios de gloria para poder llegar al Cielo.
A todos, feliz Pascua de Resurrección.