Queridos hermanos:
La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo es la culminación de su Pasión redentora, que hemos celebrado y conmemorado especialmente estos días, pues con ella ha vencido a la muerte, al pecado y al demonio. Los misterios de dolor conducen ciertamente a los misterios de gloria. Su Ascensión a los Cielos hará posible también que sea enviado sobre la Iglesia el Paráclito, el Espíritu Santo. Por eso la realidad de la Resurrección define y determina por completo la vida de la Iglesia y del cristiano.
San Pablo lo dijo claramente a los Corintios: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe. […] Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados. […] Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad” (1Cor 15,14.17.19).
En efecto, si nos quedáramos simplemente con el mensaje de Jesús como una enseñanza moral y a Él no lo viéramos más que como un hombre bueno, al estilo de Buda o de otro fundador de alguna religión o escuela filosófica, pero que finalmente hubiera muerto sin nada más después, nos podríamos considerar unos auténticos fracasados. Seríamos los hombres más desdichados del mundo. Así se sintieron en un primer momento muchos de sus discípulos al verlo colgado en la Cruz o cuando les llegaron las primeras noticias de su crucifixión. En tal desazón se encontraban los discípulos de Emaús (Lc 24,13.19-21) y por eso también los Apóstoles se encerraron en una casa llenos de miedo (Jn 20,19).
Si todo hubiera terminado con la muerte en la Cruz, habría sido realmente un fracaso. Jesús podría haber pasado a la Historia, en todo caso, como un héroe asesinado injustamente, incluso como un ejemplo a imitar en su conducta y como un maestro por sus enseñanzas. Pero no habría pasado más que como un hombre.
Sin embargo, Jesucristo es verdadero Dios y una de las pruebas más grandes de su divinidad es precisamente su Resurrección gloriosa. Gracias a ella, nosotros podemos tener la esperanza de nuestra inmortalidad, la certeza de que nuestra alma es inmortal y de que nuestro cuerpo resucitará como el suyo al final de los tiempos para reunirse definitivamente con el alma. Gracias a su Resurrección, podemos estar seguros de la existencia de la vida eterna y de que estamos llamados a gozar de Dios en ella. Así puede decir entonces San Pablo en la misma Carta que citábamos, afirmando con rotundidad: “Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto” (1Cor 15,20). Él ha sido el primero en resucitar para siempre, abriéndonos la esperanza de la vida eterna que habíamos perdido por el pecado de Adán. Él es así el nuevo Adán, como el propio San Pablo lo refleja: “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre vino al resurrección. Pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados” (1Cor 15,21-22).
Sólo Jesucristo podía abrirnos el camino auténtico para la vida eterna, por ser verdadero Dios y verdadero hombre. Con su Pasión, Muerte y Resurrección, ha obrado lo que nadie podía hacer: redimirnos del pecado y reconciliarnos con el Padre. Nadie, salvo Jesucristo, puede salvar de verdad al hombre.
La Resurrección de Cristo es una verdad fundamental de nuestra fe y es auténtico dogma que hay que afirmar sin temor. Se trata de un hecho real, verdadero, acontecido en un momento histórico y que al mismo tiempo trasciende la Historia (Catecismo de Iglesia Católica, nn. 639, 647 y 656). No fue una sugestión colectiva de los Apóstoles y discípulos, ni una presencia simplemente espiritual entre ellos. El cuerpo de Jesucristo realmente resucitó. Jesucristo realmente salió del sepulcro y se apareció en los días siguientes, con un cuerpo glorioso, a las santas mujeres, a los Apóstoles y a otros discípulos. Hay pruebas que demuestran la credibilidad y la veracidad de los relatos evangélicos al respecto y que no se podía tratar de una sugestión colectiva.
La realidad de la Resurrección conlleva una inmensa alegría en el cristiano: la alegría pascual. El cristianismo, por eso, no es una religión de la tristeza, como algunos pretenden decir, sino de la alegría. Si todo acabara en la Pasión y la Cruz, pudiera ser lo primero. Pero la Resurrección de Cristo transforma por completo al cristiano, le infunde alegría y paz, felicidad y esperanza, como les sucedió a las santas mujeres, a los Apóstoles y a todos los discípulos. Más aún: al enviarnos Jesús después el Espíritu Santo, Éste nos robustece, alienta y santifica con sus dones y frutos. De este modo, la vida del cristiano ante el mundo es una vida transfigurada por la Resurrección.
Pidamos a María Santísima, que vivió con singular gozo la alegría de la Resurrección de su Hijo, que seamos capaces de penetrar en la comprensión de estos misterios de gloria para poder llegar al Cielo.
A todos, y también en nombre del P. Abad, feliz Pascua de Resurrección.