Queridos hermanos:
Damos comienzo a la Semana Santa, la semana más grande de todo el año litúrgico, en la que contemplamos el amor infinito de Dios en la forma en que ha obrado la Redención del hombre. En este año de la Misericordia proclamado por el papa Francisco, podemos descubrir a un Dios que es amor, como nos enseña el apóstol y evangelista San Juan (1Jn 4,8.16), y que por eso nos ha dado a su Hijo Unigénito (Jn 3,16-17), el cual nos ha amado hasta el extremo (Jn 13,1) muriendo por nosotros en la Cruz para reconciliarnos con el Padre y abrirnos las puertas del cielo. Es la manifestación más grande de la misericordia divina, que al ver la situación del hombre caído por el pecado original, ha querido levantarlo de nuevo, elevándolo incluso por encima de la grandeza original con que lo había creado. Como ha proclamado la Iglesia desde antiguo: “¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!”
Al inicio de la celebración de hoy, hemos acompañado a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén, donde fue recibido como el Mesías esperado en cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, según lo escuchamos en la lectura del primer Evangelio (Mc 11,1-10). En el segundo Evangelio, que este año es la narración de la Pasión que ofrece San Lucas (Lc 22,14-23,56), lo hemos contemplado en sus momentos de máximo dolor y en su muerte redentora. En pocos días, vamos a acompañar a Jesús en momentos de gloria, como la entrada en Jerusalén, y en sus momentos de sufrimiento, para finalmente verle resucitar gloriosamente, triunfando sobre el demonio, el pecado y la muerte. En pocos días –hoy mismo– podremos observar la variabilidad del carácter humano y la facilidad con que las masas son manipuladas: a los pocos días de aclamarle en Jerusalén, piden su muerte más ignominiosa.
Todo esto lo tenía que padecer para que se cumplieran en Él las profecías: su modo de salvarnos no coincidía con los cálculos de un mesianismo político y terreno como el que esperaban los judíos, incluso los apóstoles que habían compartido todo con Él, que no terminaban de comprender sus anuncios de la Pasión y de la Cruz y pedían los primeros puestos en su reino. Sin embargo, todo estaba profetizado, como hemos escuchado en la lectura de Isaías (Is 50,4-7), en la que nos ha presentado al Siervo sufriente de Yahvé, que es Cristo.
El modo del obrar divino no se corresponde con el humano. San Pablo nos lo ha explicado perfectamente en el texto de la carta a los Filipenses (Flp 2,6-11): Jesucristo ha escogido el camino del “abajamiento”, del despojamiento, de lo que en griego se denomina la kénosis. Es un camino de renuncia, de abnegación, por el cual, al asumir la naturaleza humana, la persona divina del Verbo ha querido compartir plenamente nuestra condición, incluso rebajándose hasta la aceptación de la muerte propia de los esclavos y malhechores en el mundo romano. Pero ese camino es precisamente el que conduce al final a la gloria, y así el Padre “lo levantó sobre todo, y le concedió el ‘Nombre-sobre-todo-nombre’; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble –en el cielo, en la tierra, en el abismo–, y toda lengua proclame: ‘¡Jesucristo es Señor!’, para gloria de Dios Padre”.
En la Pasión de Cristo encontramos este camino que Él nos enseña. Nos enseña la virtud de la humildad aceptando sin quejarse las injurias y las burlas que se le hacen, aceptando las acusaciones injustas, aceptando el suplicio de la Cruz. Y todo, por amor y misericordia hacia nosotros. Este año podemos observar varios aspectos de la Pasión según San Lucas que este evangelista, que tanto se fija en la misericordia divina, nos ofrece; así, el modo en que Jesús disculpa a sus verdugos y a toda la humanidad ante su Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. O el episodio del buen ladrón, al que promete el paraíso después del arrepentimiento más humilde y sincero del bandido. No olvidemos que, ciertamente, Dios nos ofrece su misericordia, pero ésta exige nuestro arrepentimiento y espíritu de conversión, como hemos venido meditando durante la Cuaresma.
Que la Pasión de Cristo sea para nosotros escuela de virtudes y escuela de toda una actitud ante la vida y ante la muerte; que el Calvario sea la cátedra en la que aprendamos las verdades de la fe y la esperanza en la eternidad; que al pie de la Cruz contemplemos a María y nos confiemos a Ella como madre de misericordia.