Queridos hermanos:
Con la celebración del Domingo de Ramos entramos de lleno en la semana más grande del año litúrgico, la que contiene de forma más sintetizada el misterio del amor infinito de Dios por el hombre. Los misterios de la Semana Santa son misterios de dolor y de muerte, pero también de la vida que finalmente triunfa de forma gloriosa. Tocan lo más íntimo del hombre, porque reflejan el misterio mismo de la existencia humana y revelan de forma nítida al Dios que por amor se ha hecho hombre en la persona del Hijo para morir en la Cruz y darnos la vida eterna. La Semana Santa nos descubre así un amor que lo ha dado todo: Dios nos ha entregado a su Hijo Unigénito (Jn 3,16-17) y Éste mismo nos ha amado hasta el extremo (Jn 13,1), entregándose voluntariamente a la muerte más cruel para devolvernos la vida.
En los dos Evangelios de hoy, el previo a la procesión de los ramos y el relato cantado de la Pasión (Mt 21,1-11; 26,14-27.66), podemos observar la variabilidad del carácter humano, la inconsistencia de nuestra forma de ser, que se refleja con claridad en la hábil manera con la que quienes detentan el poder y se proclaman representantes del pueblo manipulan a las mayorías a su antojo: ¿cómo se puede comprender que las multitudes que proclamaban a Jesús como el Mesías esperado y anunciado por los profetas, saliendo a recibirlo triunfalmente en Jerusalén, unos pocos días después exigieran para Él la crucifixión y prefirieran a Barrabás?
Pero esto no sólo refleja la triste realidad de la manipulación de las masas, sino también, como hemos dicho, la variabilidad del carácter humano, que nos lleva con frecuencia a la infidelidad, a la deslealtad, a la traición, como aquella de Judas y como la de los otros Apóstoles al huir y abandonar a Jesús, traición en este caso hecha por miedo y luego compensada por el arrepentimiento y la conversión. Frente a esa infidelidad, Jesús se nos muestra como modelo máximo de fidelidad y lealtad por amor: al Padre, a quien somete su voluntad para entregarse a su Pasión redentora, y a nosotros, muriendo para salvarnos. Aunque nosotros le seamos infieles, Él permanece fiel (cf. 2Tim 2,13).
La Pasión de Cristo, a los ojos de una mirada superficial, podría ser la historia de una debilidad y de un fracaso. Sin embargo, su aparente fracaso humano es en realidad su éxito verdadero, su aparente derrota es su victoria y su Muerte nos ha dado la vida. Por la Muerte se llega a la Resurrección y la Gloria. La Resurrección de Cristo será su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte, la victoria que nos ha devuelto la gracia perdida y nos conduce a la vida eterna y a la contemplación del supremo misterio de amor: el amor existente entre las tres personas de la Santísima Trinidad. La Cruz se ha convertido así en símbolo de vida, señal de honor y anuncio de gloria. Cristo ha vencido en la Cruz y por tal motivo podemos hablar del Triunfo de la Cruz. La Cruz, por Jesucristo, es señal de esperanza, manifiesto de perdón y redención, expresión máxima del amor de Dios: “nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Por todo esto, la meditación de la Pasión de Cristo, como lo han entendido todos los santos a lo largo de los siglos, es fuente de consuelo para nosotros y en ella encontramos a Cristo como el modelo de todas las virtudes. Santo Tomás Moro lo expresó poco antes de su martirio con respecto a la Agonía en el Huerto: “La meditación sobre la agonía produce un gran alivio en quienes tienen el corazón lleno de tribulaciones, […] porque para consolar al afligido […] quiso dar a conocer nuestro Salvador, en su bondad, su propio dolor” (La agonía de Cristo, I, 6).
La Pasión ha sido la fuente de nuestra salvación y lo sigue siendo, pues se realiza de nuevo, ahora de forma incruenta, cada vez que se celebra la Santa Misa. Por eso no existe nada igual al Santo Sacrificio de la Misa sobre la faz de la tierra. De ahí que una vivencia auténtica de la Semana Santa deba animar no sólo a la participación en las procesiones, sino también en los Santos Oficios del Jueves y del Viernes Santo, en la Vigilia Pascual y en las Misas del Domingo de Ramos y del Domingo de Resurrección, además de conducir a la asistencia a la Misa dominical a lo largo del año ?y mejor aún si es más frecuente y diaria? y a una vida de oración y de búsqueda de Dios.
En conclusión, que la meditación de estos misterios de la Pasión nos lleve a vivir la Semana Santa en una dimensión contemplativa y orante. Que podamos descubrir el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, el misterio de nuestra Redención, el misterio del amor desbordante e infinito de un Dios hecho hombre para levantarnos hasta Él. Y que todo ello lo hagamos junto a María Santísima, que permaneció fiel al pie de la Cruz, sostuvo luego a Jesús muerto en sus brazos y anheló con la virtud de la esperanza la alegría de su Resurrección.