Ante nosotros se van a desarrollar, una vez más, los hechos más decisivos de la historia de Jesús, que son también los de la historia humana. En unión con Él mismo vamos a poder entrar en sus sentimientos, y contemplar y vivir su pasión y resurrección. Vamos a poder reconocer cuál es el peso de esos acontecimientos para la historia humana, no sólo para los creyentes ni sólo en la esfera espiritual, sino para todos los hombres y en todas las dimensiones de la vida.
Sabemos que frente a ellos no podemos pasar de largo como si no nos afectaran, porque tal vez creemos que son hechos que pertenecen únicamente a la vida de Jesús. O bien que se trata de viejas historias, apolilladas por el tiempo o desacreditadas por nuestras investigaciones. Pero su pasión, muerte y resurrección representan los hechos centrales en la vida de la humanidad porque nos devuelven a nuestra verdadera realidad humana y nos abren la puerta hacia una vida totalmente nueva, rescatada de lo que nos impedía alcanzar toda la verdadera medida e imagen de nosotros mismos; rescatada, por tanto, del pecado y de la muerte y devuelta a la posesión de Dios.
Estos misterios de Cristo fueron vividos para nosotros, y en ellos Dios ha realizado las acciones más extraordinarias que han tenido o tendrán lugar en el tiempo y en la eternidad. Son acciones que nos atañen personalmente, y en las que se esclarece lo esencial que concierne a nuestra existencia.
El encuentro con estos misterios de la redención humana, que se actualizan cada año en las celebraciones pascuales de cada año, y cada día en la Eucaristía, nos pone ante una doble alternativa. O bien la posibilidad de acoger la salvación y el retorno a la vida en Dios y según Dios, o bien sustituir todo lo que representa la realidad de Dios por la nuestra propia.
Es imposible permanecer indiferentes ante esta elección, como les fue imposible a los judíos contemporáneos de Jesús no pronunciarse por Él o contra Él. Cada uno de nosotros vuelva a encontrarse con estas preguntas fundamentales:
¿De qué lado nos situamos respecto a Jesús? ¿Qué respondemos a su exigencia de vivir plenamente para Él, en respuesta a la finalidad misma de nuestra existencia, pero también en correspondencia a la sangre y a la vida que Él ha entregado totalmente por nosotros? Según el dilema que Pilatos planteó a los judíos, ¿estamos a favor de que Jesús mantenga una presencia viva en nuestro mundo, o más bien que Él desaparezca para que nosotros podamos dictar una ley y un evangelio propios.
¿Quién decimos que es Jesús? ¿Alguien a quien reconocemos como Dios verdadero, cómo nuestro Padre y Maestro, como Señor y Amigo, o a quien señalamos como responsable de haber detenido el camino del hombre hacia su libertad? ¿Pensamos permanecer con Él o abandonarlo a su suerte como hizo con Él su pueblo?
El contraste entre la entrada triunfal y la pasión, protagonizadas en pocos días por este mismo pueblo, nos advierte que podemos pasar de la fe ferviente al rechazo o a la condena de Dios. Ante nosotros se está desarrollando, o se ha consumado ya, una deserción parecida. Dios está en agonía hasta el fin de los tiempos, y lo está sobre todo por parte de quienes le piden, una vez más, que se marche de su tierra y que deje de ser un amenaza para las ansias de progreso y felicidad de los hombres de nuestro tiempo, aunque hoy palpemos ya el espejismo patético que encerraban estas aspiraciones.
Pero quien escucha el relato de la pasión no puede menos de concluir que el Hombre que la padeció no representa un peligro para la libertad de los hombres porque, por el contrario, Él es la Verdad que nos hace libres, con la única auténtica “libertad de los hijos de Dios”. Cristo en la Cruz representa precisamente la protesta de Dios contra todas las esclavitudes que nos encadenan, pero a las que nosotros mismos nos condenamos tantas veces cuando nos negamos a vivir según esa verdad, olvidando que “el que realiza la verdad se acerca a la luz”.
Es la hora de escoger entre el dios de este mundo y el Mesías crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero que para quienes le acogen es fuerza y sabiduría Dios, únicas capaces de dirigir los caminos del hombre.
En este tiempo de negación o de silencio sobre Dios, también nosotros, como en este día ocurrió en la ciudad de Jerusalén, hemos de alzar la voz para “cantar a Dios con gritos de júbilo” (Sal 46), para proclamar: bendito el que viene, el que ha venido y el que vendrá en el nombre del Señor. Que “a su Nombre toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra, y que toda lengua confiese: Jesucristo es Señor, para gloria del Padre (Fil 2,11).
No sólo hoy sino todos los días debiéramos extender en torno a nosotros un clamor de gloria que prolongue el hosanna hacia Aquel que, mientras sostiene el universo con su palabra poderosa, ha llevado a cabo, en la cruz, la redención de los pecados (cf Hbr 1, 2-3) y el rescate del mundo. Es el tiempo para que los que permanecen fieles a Cristo no sólo lo sean en el fondo de sus corazones, sino lo atestigüen también en voz alta, de manera que “toda lengua proclame: ‘Jesucristo es Señor”, Él que posee “un nombre sobre todo nombre” (Fil 2, 10-11). Los judíos aclamaban al Rey de Israel, nosotros proclamamos la Realeza y Soberanía universales de quien se dijo al pie de la cruz: “verdaderamente este Hombre era el Hijo de Dios” (Mc 15,39).
Por eso, todos los días debieran ser Domingo de Ramos para quienes no podemos ser cristianos anónimos. Ello haría de los creyentes una secta secreta o una cofradía de cristianos vergonzantes, nosotros a quienes se nos ha dicho que somos luz del mundo y sal de la tierra. Si intentamos ser cristianos sin que los demás se enteren, al final también nosotros terminaremos olvidando que somos, o fuimos, cristianos, y entonces habrían desaparecido los testigos de Cristo. Recordemos, más bien“, que quien confiese mi nombre delante de los hombres, Yo lo confesaré ante mi Padre”