Acabamos de escuchar el relato de la pasión, que nos ha recordado el hecho y las circunstancias de la muerte de Jesús. En el espacio de muy pocos días el mismo que había sido aclamado como Rey es conducido para ser entregado a la crucifixión. Pero ambos hechos forman una unidad dentro del misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo: el mesianismo y la realeza de Cristo, afirmados por los judíos de Jerusalén, fueron rubricados sobre la cruz por el representante de quienes iban a recoger esa herencia: Roma y los pueblos gentiles: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”
Este hecho de la realeza de Cristo pertenece, de manera esencial, a la realidad de la historia de Cristo y también de la nuestra, y es necesario volver a reafirmarla cuando hoy es de nuevo rechazada y se aspira a sustituirla por otras soberanías, sean las del poder, del dinero o de las ideologías, y por consiguiente por el dominio del hombre. Sobre las voces de fondo que ayer y hoy gritan: “fuera, crucifícale”, nosotros debemos hacer prevalecer el clamor de aquel Domingo de Ramos: “bendito el que viene como rey, en nombre del Señor” (Lc 19).
Estas voces son eco de las que el pueblo de Israel y más tarde el nuevo pueblo de Dios han venido escuchando o pronunciando insistentemente a lo largo de siglos: “mira a tu rey que viene a ti humilde, montado en un borrico” (Zac 9. 9). El mismo que los salmos habían anunciado como el que “juzgará el orbe con justicia, y regirá a las naciones con rectitud” (sal 9), como soberano de un reino universal que se ‘extenderá de mar a mar’ (Zac, 9, 10), y ante el que se ‘postrarán todos los reyes, y al que todos los pueblos le servirán’ (Sal 71)
Voces que anticipaban las que el Ángel anunció a María: “será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y verdaderamente lo será. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin” (Luc 1, 33). Por eso, que “ante Él toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra y en los abismos. Que toda lengua confiese: ‘Jesucristo es Señor’, para gloria de Dios Padre” (Fil 2, 10, 11). Leemos en la Escritura: “Dios lo ha puesto sobre todo principado, fuerza y dominación, por encima de todo nombre conocido, en el mundo futuro y en el presente” (Ef 1, 20-21). Ya en el origen, desde el Génesis (49, 10), se nos anuncia a Aquel “a quien pertenece el cetro del imperio, y a quien todos los pueblos deben obediencia”.
De hecho, la realeza y la soberanía corresponden, por naturaleza, a Aquel “por el cual y para el cual todo ha sido creado”, a Aquel que “sostiene el universo con su palabra poderosa” (Hbr 1, 3), y que es el “primogénito de toda criatura” (Col 1, 15). El dominio sobre todas las cosas pertenece únicamente a Aquel que afirma de Sí mismo “Yo he vencido al mundo”. Pertenece a quien tiene el poder sobre la vida y la muerte, al que es juez de vivos y muertos y posee las llaves del cielo y del abismo, de quien se dice “que ha sido constituido como Cabeza de todas las cosas” (Ef 1, 22) y por cuyos mandatos se rige el universo y la vida del hombre, el mismo que domina sobre el tiempo y la eternidad; Aquel, finalmente, a quien Dios ha constituido ‘por encima de toda soberanía, autoridad y poder, y lo ha sometido todo bajo su mando, no sólo en este tiempo sino en el futuro’ (cf Ef 1, 21-22).
“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), declaró Jesús momentos antes de su ascensión a los cielos. También para nosotros es un imperativo reafirmar esa realeza, no sólo para devolver su honor y su derecho a Cristo, sino para asegurar al hombre su dignidad y libertad. “Es necesario que Él reine” para que ponga bajo sus pies todos los poderes del mundo y de las tinieblas que se oponen a su señorío, y que amenazan también con destruir la imagen divina del hombre, sobre la que asienta la primacía de la persona humana por encima de todas las jurisdicciones y absolutismos de este mundo. El orden establecido por Dios exige que todas las cosas y todas las criaturas ocupen su puesto, su orden y su finalidad dentro del designio divino según el cual fueron creados.
Lo que no tiene a Cristo por cabeza y por cimiento no puede ser base de ninguna realidad humana auténtica ni, por tanto, reconocer en el hombre su nobleza. Esa nobleza cuyo origen está primordialmente en Dios, y que es la fuente de la “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21). Como afirma la Escritura: “Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad” (Sal 8, 6). “Nadie puede poner otro fundamento” ni otra piedra angular a la construcción de la comunidad humana, ni en su estructura espiritual ni en sus principios sociales.
El cielo y la tierra esperan esta confesión del hombre para que le sean devueltas la paz verdadera, la esperanza, la justicia y una nueva fecundidad para su historia, todo lo cual deriva únicamente del Nombre de Cristo, “el único Nombre que puede salvar en el cielo y en la tierra”, de manera que se cumpla el vaticinio mesiánico: “que en tus días florezca la justicia y la paz” (sal 71).
También nosotros anhelamos esta epifanía mesiánica de Cristo, para que todo lo que es antagónico de Dios y del hombre “sea puesto bajo sus pies” (1 Cor 15, 25). Por eso, oramos con sus mismas palabras en el Padre nuestro: “venga a nosotros tu Reino”.