Muy amados hermanos en Cristo:
La fiesta de la Santísima Trinidad que celebramos hoy nos invita a profundizar en el misterio central de nuestra fe y de nuestra vida. Existe -escribía san Atanasio- una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es el misterio de Dios en sí mismo, fuente de todas las demás verdades de la fe cristiana.
Nos ocurre, sin embargo, que a menudo imaginamos este excelso misterio como algo lejano y distante, una teoría abstracta y complicada, reservada para unos pocos teólogos e intelectuales, y en definitiva, algo que no llega a tocar nuestra realidad cotidiana, que no afecta a nuestros problemas reales tan acuciantes, a nuestras vicisitudes personales… Qué equivocados estamos, hermanos, si pensamos de este modo. Porque la Trinidad divina ha querido habitar en el interior de cada creyente; y no se trata, pues, de un pensamiento, de una mera idea… es Presencia real, Presencia fiel, Presencia viva y vivificante, misteriosa e invisible, que actúa y transforma nuestro ser; esa presencia y cercanía del Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, como acabamos de escuchar en la primera lectura.
Pero esa presencia cobra un sentido nuevo y pleno a la luz de la Encarnación de Jesucristo y a la luz del envío del Espíritu Santo, que hemos celebrado el domingo pasado. Así, san Pablo exhortaba y animaba a la comunidad de Corinto a tener un mismo sentir y a vivir en paz. Ese modo de proceder garantizaba la presencia del Dios del amor y de la paz en medio de ellos. He aquí el programa espiritual que nos traza el apóstol: trabajar por nuestra perfección, esforzarnos por crear espacios de comunión y de paz. Esto no es posible si no nos dejamos guiar por el Espíritu, si no somos dóciles a sus inspiraciones y escuchamos con disponibilidad renovada las llamadas que nos dirige y que resuenan en nuestra conciencia.
¡Cómo han vibrado los santos al contemplar este misterio de amor que portamos como en vasijas de barro! Ellos han consagrado su vida a la aventura de buscar incansablemente a Dios en su interior. San Agustín se lamentará al escribir: ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba (Confesiones); también san Juan de la Cruz, penetrado por el misterio trinitario, escribirá: ¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca (Cántico Espiritual 1, 8).
A veces pienso, hermanos, que si nos dijeran que a Dios le podríamos encontrar en algún lugar de la tierra, por muy lejano que estuviera, por muy difícil que fuera llegar hasta él, haríamos lo imposible por conseguirlo… pero Dios no es amigo de lo espectacular; el Señor ha deseado quedarse en la pequeñez de nuestro corazón y es ahí, en lo más íntimo de nuestro ser, donde tenemos que buscarle, donde podemos vivir en comunión de amor con Él._x000D_ En esta búsqueda fascinante, para llegar a gustar y gozar la presencia de la Trinidad Santa en nuestra alma, necesitamos orar, orar con recogimiento, hacer silencio de tanta y tantas cosas que nos distraen y nos vuelcan hacia el exterior. Sólo la persona que se atreve a emprender el camino de la oración perseverante es capaz de encontrar y sentir la gracia de Cristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu.
Termino, queridos hermanos. El misterio de la inhabitación de la Trinidad divina es también fuente de paz. Una paz inmensa que no la dan las seguridades materiales de este mundo, ni la salud, ni el dinero, ni el éxito personal… Os invito a considerar en este día esas palabras de Cristo sintiéndolas como una promesa dirigida hoy a cada uno de nosotros: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. No te importen cuántos puedan ser tus días, ni te inquiete lo que pueda durar todavía este mundo; piensa más bien quién te promete estar a tu lado siempre y en todo lugar. Nosotros como los discípulos de Emaús respondámosle ahora en la Eucaristía: Quédate con nosotros, Señor; que sintamos tu presencia en nuestra alma, explícanos tu Palabra de vida y parte para nosotros el pan de tu Cuerpo.
Vamos dirigir nuestra mirada a María, la Madre de Jesús; nadie como ella ha acogido en su alma la Presencia misteriosa y fiel de la Trinidad Santísima. A ella le pedimos que nos enseñe a convertir toda nuestra existencia en alabanza y glorificación de las tres Divinas Personas. Que así sea.