Queridos hermanos en Cristo Jesús:
La segunda lectura (1Tes 4,12-17) y el Evangelio (Mt 25,1-13) resultan muy adecuados para este mes de noviembre en el que nos encontramos, dedicado de forma especial a la intercesión por las almas del Purgatorio, algo que en la Tradición monástica ha tenido siempre una importancia notable. De hecho, la conmemoración de los Fieles Difuntos el día 2 del mes fue instituida por el abad cluniacense San Odilón a inicios del siglo XI. Por otro lado, el primer Papa-monje, San Gregorio Magno, había resaltado en el siglo VI la fuerza del Santo Sacrificio de la Misa ofrecido por las almas de los difuntos (Diálogos, libro IV).
En la conclusión de la parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias, Jesús nos acaba de decir: “Velad, porque no sabéis el día ni la hora”. Es decir, nos está exhortando a mantenernos constantemente preparados para la venida del Esposo, de Él mismo, ya sea en su Parusía o segunda venida gloriosa al final de los tiempos, ya en el momento de la muerte. Nuestra actitud, en efecto, debe ser la del centinela vigilante en la noche, siempre dispuestos a responder a la llamada del Señor al término de nuestra vida. San Benito nos invita a los monjes a esta actitud para levantarnos cada día con presteza al encuentro del Señor en las Vigilias o Maitines (RB XXII, 6.8).
La muerte golpea nuestras conciencias y todo nuestro ser y siempre ha planteado y sigue planteando al hombre las preguntas más fundamentales que es imposible no hacerse y no responder: ¿por qué la muerte?, ¿por qué y para qué la vida?, ¿existe algo más allá de la muerte? Al problema de la muerte sólo se puede contestar con una visión inmanente o con una comprensión trascendente: es decir, o quedándose encerrado en el mundo presente o trascendiendo hacia lo eterno. En el primer caso, se puede llegar así a la angustia existencialista de Sartre y Camus, a la sensación de la náusea, al absurdo y al sinsentido de la vida, que puede conducir incluso al suicidio. Y es que la no aceptación de la realidad de la muerte lleva inevitablemente a no comprender ni valorar el porqué de la vida. Por eso nos ha dicho San Pablo con razón en la primera carta a los Tesalonicenses: “No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza”.
¿Cuál es, en efecto, la postura del mundo de hoy ante la realidad de la muerte? El actual Pontífice, Benedicto XVI, lo expuso magníficamente en su tratado de Escatología (Barcelona, 1980, cap. 2) cuando podía dedicarse con mayor sosiego a la docencia teológica. Joseph Ratzinger señalaba entonces que la actitud de nuestra sociedad burguesa ante la muerte se muestra contradictoria: por un lado, el fenómeno de la muerte es tabú y se prefiere no hablar de él o dulcificarlo tanto que queda del todo desvaído; por otro lado, la muerte se presenta con ocasión o sin ella, en correspondencia con la destrucción de todo pudor que hoy se da en los demás terrenos de la vida, y por eso nos podemos encontrar con películas en las que se presenta de un modo bestial. Pero ambas posturas tienden al mismo objetivo: privar a la muerte del carácter de irrupción de lo trascendente y hacer que no se plantee la cuestión del sentido de la vida. El Papa actual también recordaba que la postura cristiana tradicional hacia la muerte ha sido la de rogar a Dios: “Líbranos, Señor, de una muerte inesperada”, con el fin de poder prepararnos bien a ella y lograr la salvación eterna. Hoy, por el contrario, se prefiere una muerte repentina, sin sufrimiento, lo cual refleja un miedo a lo trascendente; se quisiera una muerte domesticada e incluso inexistente. Por eso mismo, hoy se promueve y se va aceptando la eutanasia, para anular la muerte como fenómeno trascendente que se viene encima y sustituirla por la muerte técnica. Pero, como advertía quien hoy es nuestro Papa, el precio por esta marginación del temor a la muerte es que la deshumanización de la muerte desemboca en la deshumanización de la vida.
La muerte es clave para comprender qué es el hombre. Y la esperanzada respuesta cristiana a la cuestión de la muerte otorga la respuesta positiva al sentido de la vida. En efecto, nos ha dicho San Pablo en la segunda lectura: “Si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él”. Y es que cuando contemplamos la misericordia de Dios clavada en la Cruz por amor a los hombres y contemplamos a Jesucristo resucitado venciendo a la muerte, alcanzamos a comprender el sentido total de la vida y podemos llegar a decir también con San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,19-20). “Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir” (Flp 1,21). Es así como surge el anhelo de eternidad en el cristiano, que le lleva a poder exclamar con el salmista (Sal 62), según lo ha cantado tan bellamente el niño de nuestra Escolanía: “¡Oh Dios! […] mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti”.
Esta actitud explica la alegría de los mártires a la hora de la muerte, como lo testimonió un joven benedictino de 21 años, Aurelio Boix Cosials, monje de El Pueyo de Barbastro, en una carta a sus padres y a su hermano poco antes de ser asesinado en 1936: “Conservo hasta el presente toda la serenidad de mi carácter, más aún, miro con simpatía el trance que se me acerca: considero una gracia especialísima dar mi vida en holocausto por una causa tan sagrada, por el único delito de ser religioso. Si Dios tiene a bien considerarme digno de tan gran merced, alégrense también ustedes, mis amadísimos padres y hermano, que a ustedes les cabe la gloria de tener un hijo y hermano mártir de su fe. […] Madre idolatrada: yo me alegro sólo al pensar la dignidad a que Dios quiere elevarla, haciéndola madre de un mártir. Ésta es la mejor garantía de que los dos hemos de ser eternamente felices. Al recuerdo de mi muerte acompañará siempre esta gran idea: Un hijo muerto, pero mártir de la religión. Que Dios no pueda imputarme más crimen que el que los hombres me imputan: ser discípulo de Cristo. Madre mía muy querida, adiós, adiós… hasta la eternidad. ¡Qué feliz soy!”
Durante el mes de noviembre, se puede ganar indulgencia plenaria en esta Basílica, aplicable sólo por las almas del Purgatorio, con las condiciones de confesión, comunión y oración por el Papa. Por otro lado y Dios mediante, mañana hará un año de la Misa que hubimos de celebrar en la puerta del Valle de los Caídos. Que Nuestra Señora del Valle mantenga vivo el espíritu de fe y de hermandad que se gestó en aquellas Misas bajo el frío, la niebla, la lluvia y la nieve y proteja siempre este lugar sagrado y a quienes moramos en él y lo amáis.