Muy queridos hermanos:
Nuestra comunidad benedictina se alegra al celebrar hoy con todos vosotros la Eucaristía dominical en la que el Señor nos invita a participar en la mesa del Pan y de la Palabra. Todos sentimos la necesidad de acudir cada domingo a este sagrado banquete para reponer nuestras fuerzas espirituales, para resituarnos ante Dios, nuestro Creador y nuestro Padre, para revisar el curso que toma nuestra vida. Qué importante es, hermanos, celebrar el día del Señor, reavivando en nuestro interior los valores perennes del Evangelio, la fe, la esperanza, el amor, a fin de que la paz de Dios –como hemos escuchado en la segunda lectura– custodie nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (cf. Flp 4, 7).
En realidad, esta celebración, y vuestra presencia en ella, es también un signo de que la vida de los monjes no está desconectada de la realidad, no trascurre al margen de la vida social y eclesial. Los monjes sentimos con la Iglesia, gozamos y sufrimos con ella; no nos hemos refugiado en este valle como en una atalaya confortable para desentendernos de la gente, de los problemas que inquietan el corazón de tantas personas. Nuestra vida en el monasterio está comprometida y consagrada a interceder por todos vosotros. Desde el silencio orante, compartimos las alegrías y las penas de los hombres de cada generación.
La alegoría de la viña, que acabamos de escuchar en la primera lectura, evoca que Dios, como buen viñador, ha procurado para el pueblo de Israel, que es su viña amada, las condiciones más favorables para su desarrollo. El pasaje describe con minuciosidad esa preciosa solicitud del dueño de la viña: la plantó de cepa selecta, la entrecavó, la despedregó, la protegió… El del viñador no es un amor puramente sentimental o de palabra, sino que es un amor manifestado en las obras. En realidad, hizo todo lo posible por la viña amada y, concluidos los trabajos, comienza a esperar, porque ahora es la viña la que debe producir una uva excelente. Sabemos, sin embargo, que el fruto resultó ser amargo. ¡Qué tristeza en el corazón de aquel viñador al ver que todos sus desvelos habían sido en vano! El profeta Isaías dirige entonces su palabra a los habitantes de Jerusalén y a todos los judíos para preguntarles en nombre de Dios: «¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?». Ésta fue la situación del pueblo elegido en el Antiguo Testamento. ¿Cuáles eran los frutos que pedía Dios? No pedía sacrificios ni holocaustos, ni lujosos santuarios, como las divinidades paganas. Dios esperaba de su pueblo que practicara la justicia y la fraternidad. Pero Israel apenas se distingue de sus vecinos: los pobres sufren, los débiles son oprimidos.
En el evangelio, Jesús prolonga ese relato de la viña, aunque de un modo diferente: esta vez, la viña sí es fecunda, pero son los labradores quienes muestran una actitud posesiva y acaparan su fruto. El endurecimiento de su corazón les lleva hasta el punto de maltratar y acabar con los criados enviados por el dueño, que simbolizan a los profetas. Quedaba únicamente el hijo, y el propietario cree que a él sí le tendrán respeto; su hijo podría hacer entrar en razón a aquellos hombres. Pero, todo parece acabar mal: al fin, también el hijo es asesinado.
Cabe preguntarse, ¿quién resulta vencedor en esta historia? Aparentemente son los labradores que representan a las autoridades del pueblo judío, pero no es así, porque el hijo con su muerte ha salvado no sólo de su pueblo, sino a la humanidad entera. En este sentido es citado el salmo 117: «La piedra desechada por los arquitectos se ha convertido ahora en la piedra angular». Dios le ha dado la vuelta a la situación, por eso las autoridades de Israel dejarán de estar a la cabeza del pueblo de Dios, que será guiado en adelante por los doce apóstoles y sus sucesores (A. Vanhoye).
En esta parábola, que es prefiguración del misterio pascual, podemos ver un aviso para nosotros contra la actitud posesiva. Todos tenemos responsabilidades, a diferentes niveles. La actitud posesiva, que consiste en aprovecharnos de nuestra responsabilidad para nuestro propio interés, está en la base de muchos pecados e injusticias actuales. Con ella se persigue a menudo la felicidad, pero ésta sólo se encuentra en una vida de amor y de servicio. Todos los dones, todos los talentos que Dios nos ha dado y nos da son instrumentos para poder amar y servir a los demás.
La parábola permite también una lectura en este otro sentido: el viñador es Dios y la viña somos nosotros. Que cada uno considere el fruto que está produciendo ante Dios en favor de los hermanos, cómo está correspondiendo a su amor; quizá estoy defraudando la esperanza y la confianza que Dios ha depositado en mí. Dios está esperando, esperando de forma activa y solícita, porque en cada momento sigue cuidando de la viña amada de mi alma, incluso en esos momentos en los que parece estar lejos o permanecer en silencio.
Que santa María, madre de misericordia, nos ayude a vernos libres de toda angustia, de toda inquietud y tristeza; que, por su intercesión y la de los santos ángeles custodios, el Señor nos conceda los deseos de nuestro corazón e incluso aquello que no nos atrevemos a pedir. Que así sea.