Queridos hermanos en Cristo Jesús:
La liturgia de estos domingos nos ofrece para la lectura y meditación algunas de las parábolas de Jesús sobre el Reino de los Cielos. Se trata de comparaciones y relatos sencillos en los que, narrando una historia fingida, se deduce una verdad importante o una enseñanza moral.
Sin olvidar la dimensión social del Reinado de Jesucristo según la enseñanza del Papa Pío XI en la encíclica Quas primas, podemos decir que el Reino de Dios es el reino de la gracia: anticipo del triunfo de Cristo al final de los tiempos en su segunda venida gloriosa y anticipo asimismo de la gloria celestial a la que estamos llamados. La gracia es la participación en la naturaleza y en la vida divina (2Pe 1, 3-4); participación, por tanto, en la vida íntima de amor existente en el seno de la Santísima Trinidad: el Padre y el Hijo se aman en el Espíritu Santo. El bien tiende por sí mismo a difundirse y comunicarse: por eso, Dios, que es el Bien Supremo y Esencial, se nos quiere dar por entero, comunicándonos su vida misma de amor intratrinitario. Y, ¿cuál es la vía por la que se nos comunica la gracia, la participación en la vida divina? Ante todo, los Sacramentos de la Iglesia. De ahí la necesidad de acudir con frecuencia a los sacramentos de la penitencia o reconciliación (sería muy conveniente mantener al menos una frecuencia mensual y mejor aún semanal en confesarnos) y de la Sagrada Eucaristía (debemos asistir a la Santa Misa todos los domingos y fiestas de guardar, a ser posible incluso a diario, y comulgar siempre que estemos en estado de gracia, sin pecado mortal).
Desde esta comprensión de la gracia, podemos entender lo que dice San Buenaventura, el gran teólogo franciscano del siglo XIII, cuando define el Reino de Dios como “una influencia deiforme” -es decir, que nos hace conformes a Dios-, orientando adecuadamente los juicios de la razón y los deseos de la voluntad (De Regno Dei descripto in parabolis Evangelicis, 4). En efecto, la gracia no anula la naturaleza humana, sino que la perfecciona, como enseña Santo Tomás de Aquino, gran amigo de San Buenaventura (S. Th. I, q. 1, a. 8).
Las parábolas del grano de mostaza y de la levadura con que la mujer amasa la harina nos hacen meditar en estas realidades: si alimentamos la vida de la gracia mediante la práctica sacramental, el reino de los cielos crecerá en nuestro interior y beneficiará a todos los de alrededor, como el grano de mostaza que se acaba convirtiendo en un arbusto al que vienen a anidar los pájaros en sus ramas.
Sin duda alguna, la parábola que más llama la atención y que hizo a los Apóstoles pedir a Jesús que se la aclarase, es la del trigo y la cizaña. En ella aparece sintetizada la realidad cotidiana del hombre y la historia del mundo. A nadie se le escapa que, junto a la predicación de Cristo y su obra redentora, perpetuada en la Iglesia y que produce frutos en los buenos cristianos, surgen brotes de cizaña que obstaculizan esa labor y parecen empañarla, incluso en el seno de la Iglesia. Pero ¿cómo no va a suceder, cuando en nuestro propio interior, como consecuencia del pecado original, advertimos una tensión entre las malas inclinaciones y los deseos de elevarnos hacia Dios, según señaló San Pablo (Rom 7, 15-25)?
Lejos de una concepción maniquea, San Agustín supo explicar que el origen del mal es la privación del bien y que, por eso, Dios permite que el bien y el mal crezcan juntos en el tiempo presente. Él entendió incluso que la historia vive esta realidad: frente a la Ciudad de Dios, la Iglesia de Cristo, la de los hombres que aman a Dios por encima de todo, se alza la Ciudad Terrena o del Diablo, la de los hombres que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios (De civitate Dei). Pero una y otra ciudad viven entremezcladas en este mundo hasta que llegue el momento de la cosecha, el final de los tiempos, y los ángeles segadores deban proceder por mandato de Cristo victorioso a arrojar definitivamente la cizaña al horno encendido.
A medida que avanza la historia, Satanás sabe que el tiempo en el que puede actuar camina hacia su término: por eso es mayor y creciente su rabia. ¿Cómo cabe entender, si no es por una influencia diabólica cada vez más violenta, la situación que vivimos, no sólo en España, sino en todo el mundo y especialmente en el occidental, de pérdida del sentido de lo sagrado, de pérdida del sentido de pecado, de proyectos descabellados de inversión del orden natural y de un odio visceral a todo lo cristiano y directamente al mismo Cristo? Nosotros no sabemos los tiempos y las horas de Dios (Mt 24, 34; Mc 13, 32; Hch 1, 7), pero sí que la historia avanza, que Satanás actúa en ella y que el triunfo final será de Cristo Rey.
Como vemos, esta parábola nos habla de temas como el Juicio Final y la existencia del Demonio y del Infierno, de los que hoy con frecuencia parece que a los pastores de la Iglesia nos asusta hablar pensando que se van a vaciar más los templos si lo hacemos, sin querer reconocer que si esto se ha producido ha sido más bien como consecuencia de un rebajamiento secularizador de la liturgia, a la que muchas veces hemos hecho perder el sentido del misterio, y de unas homilías habitualmente insulsas, llenas de palabras bonitas, aunque sin contenido. Pero la existencia del Infierno es un dogma de fe. No es un fracaso de Dios, como algún teólogo ya muy antiguo supuso que lo sería si existía (Orígenes; los que se creen “avanzados” y “modernos” no lo son tanto). Dios no se complace en el sufrimiento de los condenados. Quien acaba en el Infierno es porque se condena a sí mismo, pues, en el uso de su libertad, se ha obstinado en cerrarse hasta el final a la misericordia divina, y ésta no puede oponerse a la justicia. Es más, la meditación del Infierno, como la propone San Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales (EE, 65-72), lejos de ser algo tétrico, nos lleva a amar más a Dios y a desear el Cielo, al comprender la tristeza de lo que sería la ausencia permanente de Dios. Pero confiando, como nos dice el salmo, en que el Señor es “clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y leal”, pidamos a Cristo que nos ayude a todos a crecer en justicia y santidad y así nos lleve a brillar “como el sol en el reino de su Padre”, según las palabras últimas del evangelio.
Hoy celebramos el aniversario de la fundación de nuestro monasterio en 1958. Desde entonces, la Comunidad benedictina ha venido siendo garante del carácter religioso y sagrado del Valle de los Caídos, con su vida de oración, su trabajo cotidiano y su labor espiritual y cultural. Que Nuestra Señora del Valle nos proteja junto a Ella y nos haga permanecer siempre fieles aquí, al pie de la Santa Cruz.