Hermanos amados en el Señor: La solemnidad de la Dedicación de esta basílica de Santa Cruz nos introduce en el misterio de la Iglesia. El edificio material que nos acoge, la iglesia como construcción recibe todo su sentido de la construcción que es el Cuerpo de Cristo, edificio no material formado por las piedras vivas que son los fieles. Jesucristo nos ha convocado a ser su Cuerpo, nos ha dado una dignidad increíble. Y para ello nos ha redimido con su muerte y resurrección, que nos disponemos ahora a actualizar sacramentalmente. Es la manera más perfecta de dar gloria al Padre en el Espíritu, ofrecerle el sacrificio de su Hijo.
El ahora San Juan XXIII, papa que concedió el título de basílica a esta iglesia, veía proféticamente acercarse a ella multitud de peregrinos cuyo objetivo naturalmente no debía ser admirar un monumento o un museo digno de fotografiar, sino un lugar de culto en el que los sacramentos instituidos por Cristo, para regenerar a la humanidad envilecida por el pecado, pudieran ser recibidos en abundancia, para que dichos peregrinos encontraran aquí una fuente donde recuperar su imagen y semejanza con Dios.
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Tan elevado cometido exige de todos nosotros sin excepción que nos penetremos bien de este espíritu con el que quiere el Señor ser servido en su templo santo. Aquí nadie está de más ni tiene una misión irrelevante, a no ser que quisiera uno excluirse a sí mismo con gran dolor para el Corazón de Cristo. Todos debemos tener muy claro que el único liturgo es Jesucristo. Todos los demás somos ministros o servidores del único que puede ser absolutamente Pontífice o puente entre Dios y los hombres. El único servicio digno a Dios lo puede ofrecer su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que al revestirse de nuestra carne mortal introdujo en este destierro terrenal el único sacrificio y la única alabanza que le agrada. Nosotros en tanto ofrecemos su único sacrificio y su única alabanza y Él se digna hacerlos suyos y presentarlos al Padre en el Espíritu Santo podremos realizar esta participación en su santo servicio en el que nos da cabida misericordiosamente, pues ha hecho de nosotros un pueblo de reyes, sacerdotes y profetas.
Muy recientemente la voz más autorizada en este terreno después del propio papa Francisco, el cardenal Sarah, Prefecto de la Sagrada Congregación para el culto y los Sacramentos, acaba de declarar que fue el Papa Francisco quien le encomendó al asumir su cargo continuase “la buena obra en la liturgia comenzada por Benedicto XVI”, en contra de los que algunos pretendían iba a ser una tarea de desmantelamiento y marcha atrás. Y esta tarea que el Papa encomienda a dicho cardenal es lograr que la liturgia sea ante todo adoración a Dios todopoderoso y no un evento social donde lo primero es expresar nuestra identidad e ideología, que suelen ser excluyentes y donde queden bien reflejadas nuestras propias ideas más allá de las opciones legítimas permitidas por los libros litúrgicos actualmente en uso. En segundo lugar se trata de promocionar una sólida formación litúrgica, pues la propia reforma litúrgica del Concilio no podría llevarse a cabo dice el mismo Concilio, si antes los mismos pastores de almas no se impregnan totalmente del espíritu y de la fuerza de la liturgia y llegan a ser maestros de la misma”. Pero sacerdotes y fieles han sufrido en este postconcilio a un ejército de pseudo-liturgistas que han manipulado la liturgia y, en cambio, aquellos que se han esforzado por ser fieles a la letra y al espíritu de la liturgia han sufrido una marginación humillante. Dios quiera que recuperemos la paz y dignidad de la liturgia que ha sido la nota dominante durante siglos y que todavía no hemos alcanzado.
La liturgia que se celebra en cualquier iglesia del mundo por pequeña que sea o por exigua que sea la asamblea de fieles que allí se reúne, debe ser una liturgia que sea reflejo de la que se celebra en la Jerusalén celestial. Ese el privilegio que tenemos y que debemos aprovechar. No podemos que darnos en lo superficial, tenemos que hacer el esfuerzo de entrar en el misterio que celebramos y unirnos a él en espíritu y en verdad.
En cada celebración litúrgica debemos esforzarnos para que nuestra mente y nuestro cuerpo concuerden con nuestros labios. En todo momento hemos de procurar no sólo mantener la mente fija en las oraciones o lecturas atención cerebral , sino también que el cuerpo adopte una postura digna que nos ayude a rezar. Pero es sobre todo la atención cordial, ese celo por entrar en comunión con los sentimientos del Corazón de Cristo, que ardía en celo por la casa de Dios y por su gloria. Quitemos pues aquello que rebaja este alto y digno servicio que el Señor espera de nosotros.
Hay algo que nos puede ayudar de manera eficaz a conectar con los sentimientos de Cristo, y consiste en que cuando recibimos la comunión le pidamos a la Santísima Virgen que sea Ella quien reciba a Jesús en nosotros. De esa forma, Jesús vendrá muy gustoso a nosotros porque está el seno virginal de su Madre dispuesto a recibirlo. Suple en nosotros lo que no somos capaces. Pero esta mediación maternal está a nuestro alcance y acudir a nuestra Madre no es cansarla como algunos dicen, sino darle la alegría de emplear las gracias que por la misericordia de Dios puede dispensar generosamente.