Queridos hermanos:
La Eucaristía es “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”, según la definió el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 11), porque ella “contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (Presbyterorum ordinis, 5). Por eso decía San Ireneo de Lyon en el siglo II que es el compendio y la suma de nuestra fe. Es “el misterio de la fe” o “el sacramento de la fe” (mysterium fidei), como proclama el sacerdote en la consagración.
En consonancia con esto, San Juan Pablo II afirmó que “la Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” (Ecclesia de Eucharistia, 2003, n. 1). Y Benedicto XVI, recogiendo la denominación ofrecida por Santo Tomás de Aquino, señaló: “Sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre” (Sacramentum caritatis, 2007, n. 1). Por su parte, el Catecismo Romano publicado tras el Concilio de Trento enseña que la Eucaristía es el más excelso de los siete sacramentos, porque contiene a Jesucristo mismo, autor de la gracia y de los sacramentos.
Las lecturas de hoy, tomadas del Éxodo (Ex 24,3-8) y de la carta a los Hebreos (Hb 9,11-15), así como el salmo que se ha cantado (Sal 115,12-13.15-18), introducen al texto del Evangelio de San Marcos que hemos escuchado (Mc 14,12-16.22-26). Todas ellas nos muestran que la Eucaristía es el Sacrificio de la Nueva Alianza instituida por Jesucristo con su Sangre. Y por eso se dice correctamente que la Santa Misa es la renovación y actualización del mismo Sacrificio de Cristo en la Cruz, así como de su Resurrección y de su Ascensión a los Cielos. Cada vez que se celebra la Santa Misa, sobrepasando el tiempo y el espacio, nosotros nos hallamos presentes en todo este misterio.
Cristo se ofrece en la Eucaristía a la vez como Víctima, Sacerdote y Altar; se ofrece a Sí mismo al Padre por nosotros. Él es la Víctima, la Hostia pura, la Oblación perfecta y única que puede mediar entre Dios y los hombres porque es a la vez verdadero Dios y verdadero Hombre; el único Mediador es Víctima y Sacerdote, porque ofrece el Sacrificio y éste no es otro que la ofrenda de Sí mismo. Y Él mismo es también el Altar sobre el que se celebra el Sacrificio: Él ofrece su propio Cuerpo y sobre su Cuerpo se derrama su propia Sangre.
¿Cómo debemos, en consecuencia, obrar nosotros ante la Eucaristía, tanto en la Santa Misa como al encontrarnos ante Jesús Sacramentado reservado en el sagrario o expuesto en la custodia?
Nuestra actitud debe ser de amor, de adoración y de agradecimiento, que debemos expresar incluso físicamente, porque Él se ha quedado con nosotros en el Pan y el Vino consagrados para que podamos verlo y gustarlo alimentándonos de Él. Siempre que nuestras condiciones físicas lo permitan, debemos arrodillarnos ante Él, sobre todo en el momento de la consagración en la Santa Misa y cuando se encuentra expuesto en la custodia, al menos al principio y al recibir su bendición. Debemos hacer la genuflexión ante el sagrario donde queda reservado, o una inclinación si no podemos físicamente hacer la genuflexión. Debemos hacerle compañía cuando está expuesto en la custodia o reservado en el sagrario, orando ante Él con devoción. Debemos recibirlo en la comunión estando en gracia de Dios, sin pecado mortal, recordando a Quién recibimos y con el alma enamorada de Él. Debemos acudir a recibirlo y presentarnos ante Él decentemente vestidos: ¡cuidado con las modas del verano, no perdamos el sentido de lo sagrado y de que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo! (cf. 1Cor 6,19-20). Debemos recordar con cuánta delicadeza y ternura han de tratarlo los sacerdotes, cuyas manos han sido ungidas para conferir este Sacramento y tratar con las especies consagradas, e igualmente los diáconos, a quienes se ha ordenado para el servicio del altar y de la comunidad.
Para terminar, quiero agradecer a los padres de los escolanos actuales y de los candidatos para el curso próximo que nos hayáis confiado a vuestros hijos para poder formar parte de una Escolanía cuya finalidad no es otra que dar culto a Dios, sirviéndole de un modo especial en la celebración de estos santos misterios, realzando la Santa Misa y reverenciándolo en la Sagrada Eucaristía. Y quiero también exhortaros a que, durante el verano, prosigáis en vuestros hogares la misma obra: llevad con vosotros a Misa a vuestros hijos, cultivad en ellos y en vosotros la vida espiritual, rezad con ellos, animadles a confesarse y confesaros vosotros. Que la vida de la gracia que aquí queremos alentar en ellos no se quede de repente cortada al llegar a vuestras casas en vacaciones. Si el ser humano olvida a Dios en su vida, lo ha perdido todo, aunque crea haber ganado el mundo. Sólo Dios da sentido a nuestras vidas y sólo Dios podrá llenar de verdad vuestros corazones y los de vuestros hijos.
Al final de la Santa Misa de hoy, acompañemos todos procesionalmente a Jesús Sacramentado y hagámoslo con María, la Mujer Eucarística, como la han definido los Papas recientes.