Queridos hermanos:
La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi) que hoy celebramos tiene sus orígenes principalmente en la segunda mitad del siglo XIII en la diócesis de Lieja (Bélgica), en torno a la abadía de Cornillón, donde la superiora, Santa Juliana, impulsó la devoción eucarística mediante la exposición y bendición del Santísimo y la procesión eucarística de hoy, así como con el uso de las campanillas durante la elevación en la consagración en la Misa. A partir de ahí se difundieron estos elementos del culto y la Iglesia los instituyó de forma regular en la Liturgia.
Ciertamente, este sacramento merece nuestro máximo honor y amor. El Concilio Vaticano II ha definido la Eucaristía como “fuente y cumbre de toda la vida cristiana” (Lumen gentium, 11), porque ella “contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (Presbyterorum ordinis, 5). Por eso ya decía San Ireneo de Lyon en el siglo II que es el compendio y la suma de nuestra fe.
Como todos los sacramentos, la Eucaristía ha sido instituida por Jesucristo. Fue anunciada y prefigurada en el Antiguo Testamento por el sacrificio de Isaac, el maná con que el Señor alimentó a los israelitas en el desierto, los diversos sacrificios de la Ley de Moisés, el cordero pascual y especialmente el sacrificio de Melquisedec, según hemos escuchado en la primera lectura (Gén 14,18-20; Hb 6,20-7,19). Todo esto lo recuerda Santo Tomás de Aquino en su bella y devota secuencia Lauda Sion, de la cual cantaremos una parte en el momento de la exposición dentro de la procesión final. En concreto, el sacrificio de Melquisedec es figura clara que profetiza a Cristo como Rey y Sumo Sacerdote ofreciendo el supremo Sacrificio de sí mismo al Padre: Melquisedec, rey y sacerdote de Salem, sacerdote del Dios Altísimo, ofreció pan y vino y bendijo a Abraham; y Jesucristo es Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec, como se ha cantado en el salmo (Sal 109,4).
En los Evangelios se encuentran anticipos y anuncios de la Eucaristía, como las multiplicaciones de los panes y los peces (así, la que nos ha relatado hoy San Lucas; Lc 9,11-17) y el discurso o sermón del Pan de vida que recoge San Juan (Jn 6,25-59). Pero el momento en el que Nuestro Señor Jesucristo instituyó la Eucaristía fue la Última Cena en el Cenáculo con sus Apóstoles, según lo narran los tres evangelios sinópticos (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22, 19-20) y San Pablo, por tradición transmitida a él, en la primera Carta a los Corintios que hemos escuchado (1Cor 11,23-26).
La Iglesia Católica ha afirmado siempre la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En este Santísimo Sacramento se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y, por lo tanto, Cristo entero. Las afirmaciones de la Sagrada Escritura son muy claras: en la institución, Jesucristo dice explícitamente y no de manera metafórica: “esto es mi Cuerpo”, “éste es el cáliz de mi Sangre”. En el discurso del Pan de vida (Jn 6) dice: “Yo soy el Pan de la vida”, “el Pan que Yo daré es mi Carne”, “quien come mi Carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna […]; pues mi Carne es verdadero alimento y mi Sangre es verdadera bebida”. También San Pablo afirma: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es acaso comunión con la Carne de Cristo?” (1Cor 10, 16).
Por tanto, en cada una de las especies consagradas está realmente Cristo entero. De ahí que la comunión bajo una sola de las dos especies sea verdaderamente comunión completa. Y por lo mismo, en la más mínima partícula del pan consagrado está Cristo entero, por lo cual todas las partículas deben ser recogidas y consumidas por el sacerdote o el diácono con la máxima reverencia y adoración; algunos Padres de la Iglesia las comparaban al “polvo de oro” que con tanta delicadeza recogen los orfebres. De ahí que los sacerdotes deban purificar con el mayor respeto, cuidado y amor la patena y el cáliz. Y de ahí una de las causas por las que, aunque la Iglesia permite la comunión en la mano, es más conveniente, según la sabia experiencia de siglos, la comunión en la boca y el uso de la bandeja, para evitar que las partículas, en las que está Cristo realmente presente, acaben en el suelo, en la ropa o en el pelo.
En fin, al comulgar en las debidas condiciones, tengamos presente lo que dice San Agustín poniendo en boca de Jesús las siguientes palabras dirigidas al cristiano: «me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como si fuese el alimento de tu carne, sino que tú te transformarás en mí» (Confesiones, lib. VII, cap. 16). Y es que, por la sagrada Comunión, Cristo nos une tan íntimamente a sí que llega a transformarnos en Él, haciendo al hombre partícipe de la vida divina.
Meditemos todo esto con María, que concibió y llevó en su seno el Cuerpo del Redentor.