“Comprendí que ese es el lugar que Dios tenía preparado para mí”, me dijiste tras el momento en que el Maestro de Novicios te acompañó al sitial del Coro que habrías de ocupar en adelante. Era una intuición muy exacta, de la que cada uno de nosotros nos podemos apropiar. Ese lugar es el que ocupas durante más tiempo a lo largo del día, o en todo caso el más importante. Por eso, ese sitio tuyo en el coro, lo mismo que el de cada uno de nosotros, es el lugar más representativo del monje en su monasterio. Ha pasado un año largo y parece que no has cambiado de opinión.
Aunque tal vez no reparamos demasiado en ello, nuestro sitial en el coro de nuestro monasterio es el símbolo de nuestra función y de nuestro significado en el propio monasterio, en la Orden y en la Iglesia. No porque sea el espacio que ocupamos durante más tiempo, sino porque en él desarrollamos nuestra tarea más característica, que seguramente es también la más decisiva en nuestra vida y en la vida de la Iglesia. Ese sitial es el lugar desde el que realizamos nuestro Opus Dei que es, por una parte, la actividad que nos representa ante el mundo, ante la Iglesia y ante Dios, pero que es, sobre todo, la obra por excelencia destinada al honor y a la gloria de Dios.
Opus Dei: acción eminente de la Iglesia, con la que se puede describir su propia misión. Todo en la vida de la Iglesia representa una dimensión de esta obra de Dios: el culto, la santificación, la predicación, la oración, la glorificación de Dios, la santidad: cuanto constituye la misión de la Iglesia puede ser definido como obra de Dios. De hecho todo cuanto sucede en el tiempo de la Iglesia y de los hombres tiene, en principio, ese significado de acción de Dios, en cuanto que dimana de Él o es dirigida a Él, en cumplimiento del “débito de nuestro servicio a Dios”, según la expresión de San Benito.
Todo cuanto Dios realiza en orden a sostener la vida del mundo, de la Iglesia y de los hombres, así como la propia correspondencia de éstos a esta acción divina puede ser incluido en la obra de Dios, de la que somos a la vez destinatarios y partícipes. Por esa razón, en nosotros mismos se lleva a cabo esa obra, a la que correspondemos con la nuestra, y que abarca no sólo la oración sino todas las acciones que llevan el sello de Dios.
Bajo esta perspectiva, el monje, desde su sitial, representa de algún modo al conjunto de los hombres, a los que también ha sido encomendada una ‘obra de Dios’, porque su tarea humana debe ser hecha como un mandato divino y al mismo tiempo como su contribución al servicio y a la gloria de Dios. Por eso, el monje ora también por ellos y en su nombre, de manera que su oración supla la que tal vez ellos no hacen, al mismo tiempo que imprimen sobre el trabajo humano la huella de Dios para que pueda ser acogida por Él como una verdadera ofrenda. Benedicto XVI decía en 2009: “Cristo nos indica que el cosmos debe ser liturgia, gloria de Dios, y que la adoración es el principio de la transformación verdadera, la auténtica renovación del mundo”.
Cantar a Dios es una de las finalidades específicas de las criaturas, aunque la mayor parte de los hombres lo entienden de otra manera. Por tu parte, canta por ellos. Ensancha tu sitial, reúnelos a todos en torno a ti, pon en su corazón tu propio canto, que es el canto de todos los hijos de Dios, no menos que el canto de la Iglesia. Y ten la seguridad de que ese himno resonará en la tierra y en el cielo. Tú y cada uno de nosotros representamos a la humanidad entera cuando ejercemos el opus Dei de la alabanza, que es el anticipo del que estamos llamados a cantar durante la eternidad, pero que entretanto podemos hacer resonar en todos los confines de la tierra.
Hay un axioma científico, llamado ‘efecto mariposa’, de Lorenz, según el cual, por ejemplo, “el batido de las alas de una mariposa en las selvas amazónicas puede provocar un tornado en Tejas”. Si esto es así, ¡qué no podrá impulsar el latido de un alma en cualquier rincón del mundo! Por eso, úneles a tu canto y a tu vida. No recorras solo tu camino. Hazlo con tus hermanos de comunidad, pero también con tus hermanos los hombres. Nosotros somos para ellos la memoria de lo que también ellos han sido llamados a ser: trabajadores de su viña, convocados al mismo banquete, invitados a cantar la gloria de Dios.
Y canta también desde ese sitial la canción de tu vida consagrada. Esa vida está concebida como una melodía en honor de Dios. Una melodía que traduce el gozo de la llamada y de la respuesta a Dios. Esta vida que es otra expresión del Opus Dei de los monjes, porque está modelada por Él mismo para que sea modulada por ti y por todos los que compartimos esa vocación. Hay un Opus Dei que es el proyecto de Dios sobre nosotros, expresado fundamentalmente en el Evangelio y en la Regla, y hay una obra de Dios que es la que cada uno de nosotros tejemos día a día en obsequio exclusivo de la divinidad.
Mediante él los monjes son los sacerdotes de su propio ofertorio, pero también del que los hombres no saben o se niegan a ofrecer, como es el de su vida y su actividad. Son los oferentes del sacrificio de alabanza que todas las cosas creadas presentan, en silencio, ante Dios, mediante el himno de la creación entera. Son los intérpretes en la tierra de la liturgia celeste y, por tanto, puentes entre los hombres y el cielo, mediadores de la humanidad que camina hacia su destino.
De ahí la advertencia de San Benito: “que nada se anteponga a la obra de Dios”, equivalente a esa otra recomendación de “no estimar nada tanto como a Cristo”.