En este día la historia de este templo llega a los cincuenta y un años de su consagración y de la concesión del título de Basílica. Fue S. S. el Papa Juan XXIII quien confió al Cardenal Gaetano Cicognani la ceremonia de la consagración, mediante un rito inédito hasta entonces, y que no volvió a ser repetido con posterioridad. Al mismo tiempo se promulgaba el Breve Pontificio por el que el mismo Sumo Pontífice elevaba este templo dedicado a la Santa Cruz a la dignidad de Basílica.
Este término hace alusión al carácter regio e imperial de los edificios que tienen reconocido este título, y que de las basílicas romanas paso a la terminología de la Iglesia para aplicarlo a los templos máximos de la Roma cristiana, en los que se concentró el mayor esplendor ornamental y litúrgico del nuevo culto cristiano.
Por qué esta característica de nobleza, que es propia de todas las iglesias, pero que se atribuye especialmente a algunas que poseen un carácter y suntuosidad más señalados? En la teología y en la vida cristiana el templo es imagen de la Jerusalén celeste, que está edificada en torno al templo y al altar, donde el cordero sacrificado recibe el honor, la gloria y la alabanza de toda la comunidad de los habitantes del cielo. Pero mientras esta comunidad celeste se completa hasta consumar el número de los elegidos, Dios ha dispuesto otros templos y altares donde Él se reúne con su pueblo todavía peregrino.
Leemos en Isaías (66, 1-2): “el cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies. Qué templo podréis construirme o qué lugar para mi descanso? Todo esto lo hicieron mis manos; todo es mío”, Dios nos advierte que Él no tiene necesidad de estos templos construidos por nuestras manos porque los cielos y la tierra son su morada y su propiedad. Es algo que se reitera en toda la revelación divina, y que pertenece a la teología de la creación, pero que, incluso por parte de los cristianos, apenas hemos logrado que forme parte de nuestra visión del mundo en que vivimos,. Más bien, afirmamos con rotundidad que este mundo es nuestro: que es nuestro mundo, nuestro territorio, nuestra propiedad; que no sólo somos sus habitantes, sino sus dueños y señores, y que desconocemos otro señorío que no sea el nuestro.
En relación al lugar en que nos encontramos, debemos decir que por la dedicación de esta iglesia y por su elevación a la categoría de Basílica Menor, este lugar quedó consagrado a Dios, dedicado exclusivamente a su culto ya la veneración de los santos, y con ello quedó extraído a cualquier finalidad extraña a lo sagrado, y puesto al margen de cualquier interpretación o destino distintos a esta función.
Sí se le añadió otra misión, compatible con esas finalidades, como fue la de acoger los restos de los caídos en nuestra guerra cuyas familias solicitaron o aceptaron que fueran cobijados bajo los brazos de la Cruz. Desde los primeros siglos muchas iglesias fueron también cementerios, con lo que se significaba que la vida después de la muerte era prolongación de la que los creyentes habían desarrollado, en el tiempo de su existencia terrena, junto al altar del templo y en la compañía de los santos presentes en él, en sus imágenes o en sus reliquias. Nada de esto permite especular con la presencia en esta Basílica de significados o símbolos que son ajenos a estas realidades sagradas y consagradas, y que dan su carácter propio a este lugar, en el que todo habla eminentemente de Dios. Por eso, a Él van dirigidas todas las acciones que se desarrollan en este espacio, y por el contrario contra Él se dirigen aquellas iniciativas que, de una u otra manera, pueden obstruir esas actividades.
A lo largo de estos cincuenta y un años las actuaciones que ha conocido la Basílica, por parte de los monjes que la regentan y de las masas de fieles que la han frecuentado, han sido el ejercicio del culto divino, la celebración de los misterios de Dios, el canto de su alabanza y la escucha de su palabra, así como la oración por las almas de los que aquí están enterrados. A veces se ha debido hacer en circunstancias de excepcionalidad, que esperamos no se vuelvan a repetir, para que este lugar no sea más que la casa de Dios, a cuyos atrios nadie puede tener restringido el acceso. Nadie de aquellos a los que la palabra de Dios define como raza elegida, como sacerdocio real, como pueblo de reyes y sacerdotes, que son todos los cristianos y todos los que están llamados serlo.
Todos nosotros nos unimos para elevar hayal Señor la oración del profeta Isaías (56, 7): “los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración, aceptaré sobre mi altar sus holocaustos y sacrificios, porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos.
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