IV DOMINGO DE CUARESMA – LAETARE
Ciclo C. Evangelio del Hijo Pródigo
fr. Miguel Torres, osb. Diácono
Hermanos amados en el Señor:
Este IV Domingo de Cuaresma estamos invitados a ¡alegrarnos!, porque la Pascua del Señor está ya cercana. Alegría que también nace de los frutos de penitencia que brotan en nuestro interior, si estamos realmente ejercitándonos ahora en la conversión de vida, a la que nos impulsa el tiempo cristiano de la Cuaresma.
Verdaderamente, ¡qué gozo interior y qué alegría tan tierna produce en nosotros las lágrimas de la compunción! Estas lágrimas brotan del corazón y de los ojos, cuando reconocemos, por un lado, nuestra miseria abismal, y, por otro lado, la misericordia insondable del Padre, que es el Bien mismo y la fuente de todo bien. La conciencia de nuestra indigencia radical engendra en nosotros la humildad, la cual, a su vez, nos hace capaces de ver no solamente la necesidad que tenemos de ser salvados por el Padre, sino, sobre todo, de su Bondad y Misericordia. Así es como brota la gratitud, la alegría, la razón de toda fiesta para el cristiano: Dios es tan bueno, que mis miserias, incomprensiones e ingratitudes hacia Él, no pueden disminuir nunca su inmensa Bondad hacia mí… en una palabra: Dios es mi PADRE.
Ante una de las más sublimes páginas del Evangelio de nuestro Maestro y Señor, Jesucristo, como es la parábola del hijo pródigo, todo discurso sobra, porque ella misma es capaz de suscitar un amor agradecido en nuestros corazones con inmensa ternura. ¡Ojalá, siempre que escuchemos o leamos estas santas palabras, corran en nuestros ojos, lágrimas de compunción! En este hermosísimo relato, el Hijo de Dios nos revela hasta qué punto su Padre ama a los pecadores, es decir, a todos los hombres, a todos nosotros aquí presentes. El amor que es propio de Dios es más fuerte o grande que el más ingrato de los pecados, esto es, el rechazo del amor de un padre por parte de su hijo; pues, el padre de la parábola demuestra un amor tan grande que restaura por completa la dignidad del hijo que se perdió perdidamente por su ingratitud y su egoísmo. Todos hemos experimentado el desamor originado en nuestros corazones cuando el egoísmo ha señoreado en ellos, y esa tristeza abismal que le sigue; pero, después, ¡gracias a Dios!, también hemos experimentado el perdón de Dios, nuestro Padre. Esta experiencia es la que nos hace verdaderamente cristianos, es decir, hermanos y discípulos de Jesús. Si nunca hemos vivido esta experiencia, me temo que no podemos considerarnos verdaderos hijos de Dios.
Pero, un importante detalle de la parábola, la hace aún más impactante y hermosa, y es que ella está situada en un contexto dramático o trágico. Jesús narra la parábola movido por la murmuración de los fariseos y escribas, que no le comprenden y le rechazan, al permitir que los pecadores y publicanos se acerquen a escuchar su enseñanza. Efectivamente, el final de la parábola termina con el rechazo del hijo mayor al amor del Padre por la recuperación de su hijo menor, aludiendo claramente a la actitud farisaica. En medio del rechazo, el juicio severo, el desprecio y el desamor de los fariseos por los pecadores, Jesús pone el amor del Padre; en medio de las tinieblas surge la luz salvadora, en medio del frío inerte nace el calor tierno y reconfortante… así es como enseña y salva nuestro Dios. Donde no hay amor, Él pone amor.
La causa profunda de la actitud del hermano mayor es el desamor por el Padre y con el Padre, que se manifiesta en un egoísmo que se protege con una justicia humana muy superficial. El hermano mayor no quiere participar de la alegría del Padre por el hijo recuperado, porque no puede soportar ver el inmenso bien que recibe su hermano menor por parte de su padre sin mérito alguno de su parte. Se autoexcluye de la fiesta, del banquete que ha preparado su Padre. Para él lo importante y central, no es lo bueno que es su Padre, sino lo mucho que se le debe a él por su propia justicia.
Hermanos, la nueva creación de Dios en nosotros solamente se dará cuando aceptemos que la reconciliación con Dios nos vino por pura gracia y no por nuestra justicia; porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres; a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniéramos a ser justicia de Dios en Él. He aquí el sentido de la gracia, ella es gratuita, no la hemos merecido con nuestra justicia. Y, por tanto, solo cabe ante ella nuestra gratitud alegre.
Y, al mismo tiempo, ¿quiénes somos nosotros para juzgar al prójimo? No olvidemos nunca lo que nuestro Maestro y Señor nos enseñó: no juzguéis, y no seréis juzgados; más aún: amad a vuestros enemigos. La justicia de Dios sobrepasa nuestros criterios de justicia, porque Dios es Amor, y su justicia consiste en hacernos justos mediante su compasión y misericordia. La raíz y causa de nuestra justificación es la Pasión de su Hijo amado, hecho pecado por nosotros para ser justos ante el Padre.
Por tanto, hermanos, aprovechemos este tiempo de salvación que nos ofrece la Cuaresma para hacer las paces con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo. No permitamos que nuestra justicia tan mezquina para con los otros nos sumerja en la amargura y tristeza del hermano mayor; no nos privemos de la alegría del Padre. Todo lo contrario, gocemos de construir la comunión entre todos por el perdón de las ofensas, el amor sincero y la entrega generosa. Ojalá podamos cantar, el próximo Jueves Santo, el himno de la Caridad libres de todo odio. Pues el banquete preparado por nuestro Señor Jesús antes de su sufrir su Pasión por nosotros, es el mismo que preparó el Padre por su hijo menor, y la división y odio entre nosotros nos excluiría de la fiesta.
Así, año tras año, nos vamos preparando para gozar eternamente del banquete del Cordero, de la Pascua definitiva, de la vida eterna. Nosotros hemos de continuar alegres nuestro camino hacia la Jerusalén celeste, donde ya no hará falta siquiera del maná de la Eucaristía, sino que recibiremos la visión directa del Padre. Habremos llegado a la Tierra prometida, donde ya no hará falta el maná del desierto, sino que Dios mismo nos servirá su propia comida en compañía de todos nuestros hermanos amados.