Saludo a la Comunidad benedictina, familia del ordenando, amigos…
Y un saludo muy cordial para ti, querido hermano Miguel, que vas a ser ordenado presbítero por la imposición de mis manos y la unción del Espíritu Santo.
El Señor ha estado grande con vosotros, queridos hermanos de esta Comunidad benedictina, porque os bendice con este nuevo presbítero; la Iglesia de Madrid comparte vuestro gozo y agradecimiento. Todos nos alegramos en el Señor y a su nombre damos gloria por su amor y lealtad.
Cada ordenación es un don para toda la Iglesia y un camino de esperanza para cada comunidad. Hoy es una nueva puerta que se abre al futuro, y es un momento especial para afrontar así el futuro. Nada más iluminador que mirar a los tiempos que llegan con aquello que cada presbítero hace recordar a la Iglesia: la presencia de Jesucristo que se ofrece al Padre para dar vida a todos.
Tu ministerio, por ello, será una luz para acoger y afrontar la vida de esta comunidad desde el mismo Jesucristo que se ofrece por todos para traer la verdadera paz a nuestro mundo. Esa ofrenda celebrada en los sacramentos y en el ejercicio de tu ministerio será el eje de tu vida y tu aportación a la vida de esta comunidad.
Acabas de ser llamado por tu nombre, una llamada de la Iglesia que es el signo y el eco de la llamada del Señor a tu persona y a tu vida. Una llamada que se concretó primero en tu vocación de consagrado a la vida monástica en estaAbadía de la Santa Cruz, y que ahora se complementa y culmina con la llamada a compartir el sacerdocio de Cristo en su Iglesia para el servicio de esta comunidad y el bien del Pueblo de Dios. Es la llamada gratuita del amor de Dios, que se manifiesta en cada consagración desde la primera unción bautismal; una llamada acompañada y discernida en estos años con tus formadores y hermanos de comunidad y que en este momento tus Superiores han presentado a la Iglesia.
La vocación es un don que se prolonga a lo largo de toda la vida, encarnándose en una existencia de oración y trabajo —ora et labora—, en la alabanza divina y en la vida de comunión fraterna. No es un proyecto humano, ni una simple decisión personal: toda vocación tiene su origen en la eternidad de Dios. Como nos recuerda el profeta Jeremías: “Antes de formarte en el vientre, ya te conocía; antes de que nacieras, te consagré” (Jer 1,5). Somos llamados desde el seno materno, elegidos por amor desde siempre.
Esta llamada, sin embargo, no se revela de una vez para siempre, sino que permanece como un misterio abierto, siempre dispuesto a nuevas búsquedas y nuevos encuentros. En el caminar de la vida, la voluntad de Dios se va manifestando poco a poco, en los acontecimientos cotidianos, en las decisiones importantes, en los silencios y en las voces que nos interpelan.
Buscar su rostro es una tarea permanente. Y en esa búsqueda, Dios no deja de sorprendernos con nuevas oportunidades para responder a su amor. Cada día es una invitación a afinar el oído del corazón, para no dejar de buscarle, para dejarnos encontrar. Solo el Señor puede saciar esa inquietud profunda que habita en nosotros; una inquietud que nace de la certeza —a veces apenas intuida— de que es Él quien nos ha llamado primero.
Esta peregrinación en búsqueda del Dios verdadero que es propia de todo cristiano y de cada consagrado por el bautismo, se convierte por la unción delEspíritu en la ordenación, en camino de configuración con Jesucristo sacerdote,para que pueda ser instrumento de Cristo en bien del pueblo santo de Dios. (cf PO 2)
Por eso, desde hoy en tu persona y en tu vida hay un antes y un después fundamental. Por la oración consecratoria el Espíritu va a tomar posesión tuya y te va a transformar en una “creatura nueva,” “el que está en Cristo es una nueva creatura” (cf 2 Cor 5,15) hemos escuchado en San Pablo.
Serás ungido con una huella nueva, imborrable, que te identifica con Jesucristo para que tu vida no sea ya para ti, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó y así lo muestres a tus hermanos. (cf 2 Cor 5,15) Este es el camino de santidad de todo consagrado y todo sacerdote: pertenecer cada día más a Jesucristo y expresarlo en nuestra vida.
En el gesto antiquísimo de la imposición de las manos se expresa ese abrazo de Jesucristo que toma posesión nuestra y nos dice: tú me perteneces; pero al mismo tiempo quiere decirnos: tú estás bajo la protección de mis manos, estás bajo la protección de mi corazón. Permanece para siempre en el hueco de mis manos; “como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.” (Jn 15,9)
Por eso el Señor nos impone las manos y nos dice: “ya no os llamo siervos sino amigos”. (cf Jn 15,14) Este es el significado más profundo de ser sacerdote: llegar a ser amigos del Señor y, por tanto, en comunión de sentimientos y voluntad, conociéndole cada vez más de un modo personal, escuchando su palabra y haciendo vida el “estar con Él”. (cf Mc 3,13)
San Benito advierte en la Regla que “al progresar en la vida monástica y en la fe, dilatado el corazón, se corre con dulzura de amor indecible por el camino de Dios”. (Regla, Prólogo, 49)
Todo esto puede dar vértigo. Querido Miguel, no albergues nunca miedo en tu espíritu; la llamada del Señor es siempre garantía de la permanencia en su amor.Nuestra debilidad es ocasión para profundizar en la relación confiada con Dios, para que se manifieste que es Él quien nos sostiene, nos anima y es fuente del gozo y la alegría de ser sus servidores. Él, por medio de ti, hará maravillas.
Cristo nos envía a una misión que no es nuestra; la Iglesia te confía el ministerio de la reconciliación y con él la función de ser embajador de Cristo para proclamar a todos la invitación a dejarse reconciliar con Dios (cf 2 Cor 5,20) y con los hermanos. En nuestro mundo herido, marcado por la violencia, el egocentrismo, la ideología que nos separa del amor de la fe y tanta división, este mensaje de reconciliación adquiere nueva urgencia. Jesús predica su mensaje de reconciliación no solo al pueblo de Israel, sino a todos aquellos con los que se encuentra en sus caminos: judíos y paganos, publicanos, enfermos, pecadores y cualquier otro marginado o excluido. Su mensaje alumbra un mundo donde sea posible que todas las relaciones sean reconciliadas entre sí y con Dios en Jesucristo. La centralidad de la fe así vivida pide posponer a un segundo lugar el resto de realizaciones o proyectos.
Dentro de unos momentos, en el último gesto de esta celebración, te será confiada la ofrenda del pueblo santo. No es solo un pan y un vino. Es el corazón del pueblo, sus luchas, sus lágrimas, sus esperanzas. Y, al entregártela, la Iglesia te dirá palabras llenas de peso y de belleza: “Considera lo que realizas, imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.
Estas palabras no son un simple rito. Son un programa de vida, una hoja de ruta, un Evangelio en miniatura para el sacerdote. Porque el ministerio sacerdotal no es algo que se “hace”; es algo que se vive con toda la persona. En el altar no se puede celebrar de verdad si uno no está dispuesto a ofrecerse también.
Jesús revela el significado de su entrega y el sentido de su muerte cercana con la parábola del grano de trigo que cae en tierra para dar fruto. Solo si en el ejercicio de nuestro ministerio nos gastamos y nos desgastamos en ofrenda por los demás (cf 2Cor 12,15) habrá fruto; solo si salimos de nosotros mismos, si nos descentramos y olvidamos los éxitos, las alabanzas y la comodidad,imitaremos los misterios que celebramos.
Y lo que celebramos, sobre todo en la Eucaristía, es esto: a Cristo que se entrega, que se parte, que se derrama. “Pan partido y sangre derramada para la salvación del mundo”. En cada misa, hermano, tú no solo repetirás gestos y palabras; serás instrumento para que Jesús vuelva a hacerse pan para su pueblo. Y ese pan crea algo nuevo: una fraternidad reconciliada, una comunidad que vive cuidándose los unos a los otros, como dice la plegaria de la reconciliación: “que, participando de un mismo pan y un mismo cáliz, formemos en Cristo un solo cuerpo, en el que no haya división”.
Por eso, tu vida sacerdotal tendrá sabor a Eucaristía si aprendes a dejarte partir también tú y así muestras el camino a la comunidad. Si aprendes a hacer de tus días una misa vivida: ofrecerte, bendecir, partir y repartir, entonces sembrarás el camino a tu comunidad. Porque Cristo no se guardó nada para sí. No se reservó nada. Lo dio todo hasta la cruz.
Esta es la paradoja del Evangelio. La cruz no es el final, es el paso. La pérdida no es derrota, es fecundidad. Y esta es también la existencia sacerdotal: vivir conformados con el misterio de la cruz del Señor, para que otros tengan vida y la tengan en abundancia.
Querido hermano, que tu sacerdocio tenga ese perfume: el de Cristo que se entrega. Que tus manos, hoy ungidas, sean manos que bendicen, que acarician, que levantan al caído. Que tu corazón no se cierre nunca, ni siquiera en las noches oscuras. Y que cada misa celebrada, cada servicio ofrecido, cada herida compartida, sea un “sí” nuevo al Dios que te llamó y que te ha confiado algo tan grande: amar como Él amó.
Queridos hermanos, la alegría del Señor nos desborda en este momento; toda la comunidad, los familiares y amigos de Miguel damos gracias a Dios porque su amor no tiene límite. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres y agradecidos.