Querido Fr. Julio, querida Comunidad y queridos hermanos en el Señor:
Las lecturas de hoy, propias de feria del sábado II de Adviento, resultan perfectamente adecuadas para la ocasión que celebramos: los 50 años de profesión de los votos religiosos de un monje benedictino. Tanto en la lectura del libro del Eclesiástico (Sir 48,1-4.9-11) como en la del Evangelio (Mt 17,10-13), se nos ha hablado de Elías. En el Eclesiástico se hace un elogio de este profeta, se refiere su ascenso al cielo y se nos habla de su regreso al final de los tiempos, cosa que también se anuncia en el Evangelio, donde además Jesús lo relaciona con San Juan Bautista, pues éste ciertamente vino al mundo con el espíritu profético de Elías.
Las figuras de Elías y de San Juan Bautista han sido siempre un referente en la Tradición monástica, desde los primeros monjes del siglo IV, los Padres del Desierto. El primero y su discípulo Eliseo, por su retiro a los montes santos de Israel, su modelo de vida eremítica y también de vida comunitaria, su profunda oración y contemplación y su dimensión penitente. Y San Juan Bautista, por razones similares en su estilo de vida en el desierto, donde se manifestó como Precursor del Salvador. San Gregorio Magno establece en varias ocasiones paralelismos entre Elías y San Benito en el segundo libro de los Diálogos, donde, al igual que el hagiógrafo lo hace con Elías y Eliseo en los libros de los Reyes, concede a San Benito la designación de “hombre de Dios”. Asimismo, nos describe que Benito dedicó a San Juan Bautista un oratorio en Montecasino.
Cincuenta años de vida monástica suponen la renovación de la consagración de una persona a Dios en esos elementos que vemos hechos realidad en Elías y San Juan Bautista: el retiro para la dedicación primordial a Dios mediante la penitencia y la oración, haciendo que Dios sea el centro de la vida. La vocación monástica ofrece la respuesta a la pregunta más fundamental que todo ser humano se puede realizar: ¿quién soy yo y qué hago en este mundo? ¿Qué es el hombre y para qué está aquí?
Aprovecho que hay jóvenes aquí presentes, antiguos escolanos nuestros, para manifestarles cómo el mundo de hoy pretende seducirlos con engaños que jamás permitirán descubrir al hombre su propio misterio. Hoy las urgencias de los hospitales ven llegar y morir a niñas de 12 y 13 años con coma etílico, porque muchos jóvenes buscan erróneamente el sentido de la vida en una diversión falsa y vacía de contenido. Jamás se encontrará la respuesta a las preguntas fundamentales del ser humano en el alcohol y el botellón, en las drogas, en la pornografía y en el sexo desordenado de su recto fin, en el ansia de dinero o en la pantalla de un teléfono móvil.
¡Qué distinta otra niña que la Iglesia recuerda hoy, Santa Eulalia de Mérida, que con sólo 12 años supo renunciar a todas las seducciones del mundo porque encontró en Cristo el amor de su vida, hasta el punto de entregarle su virginidad y la propia sangre! Niñas y niños o adolescentes santos como Santa Eulalia, Santa Inés y Santa María Goretti, mártires de la fe y de la castidad a los 12 años, o San Pelayo y San José Sánchez del Río, a los 14, son un ejemplo para los niños y los jóvenes de nuestro tiempo de que la vida del ser humano sólo encuentra su verdadero sentido cuando descubre a Dios como su Creador y Padre y a Cristo como su Redentor.
Y esto es precisamente lo que enseña la venerada sabiduría de los monjes. Así, San Benito da la respuesta al misterio del hombre al principio de la Santa Regla cuando nos exhorta a retornar por el camino de la obediencia hacia Dios, de quien nos habíamos apartado por la desidia de la desobediencia (RB, Pról., 2). Éste es el principio y fundamento del camino benedictino: el retorno a Dios, la búsqueda de Dios. El hombre pierde el sentido de su ser y de su existencia si pierde de vista a Dios. Por eso, la vida monástica descubre al hombre la profundidad de su misterio: le descubre su realidad de criatura salida de las manos de Dios. Más aún, le descubre su realidad de hijo amado por un Dios Padre, que por amor le ha dado como vía de retorno a Él al Hombre-Dios, Jesucristo. Por eso San Benito pone en el centro de la vida del monje el seguimiento de Cristo y le exhorta a “no anteponer nada al amor de Cristo” (RB 4, 21; 72, 11). Es lo que más recientemente ha dicho el Concilio Vaticano II al afirmar que, “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes, n. 22).
Cincuenta años de vida monástica nos deben hacer pensar a todos: primero, al propio monje que renueva sus votos, para, de cara a Dios, renovar su fidelidad y su entrega. En segundo lugar, a todos los demás, para reflexionar sobre el sentido de la vida y nuestra relación con Dios.
Nuestro hermano Fr. Julio ha servido a Dios en esta Abadía con variadas ocupaciones en el monasterio, entre ellas la de hospedero, y en la Escolanía, pero de un modo muy especial hay que resaltar su función como sacristán de esta Basílica pontificia de la Santa Cruz, por la que muchos le conocen y saben de su amor a ella, resaltando por parte de él el papel que la Comunidad benedictina ocupa en cumplimiento de los compromisos fundacionales para que sea ante todo templo de la Iglesia católica y lugar de reconciliación entre los españoles, como fruto de la reconciliación entre Dios y el hombre alcanzada por el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. Por todo este servicio, nuestra Comunidad se siente agradecida a Fr. Julio, muchas veces sin duda cansado por el trabajo y las incomodidades que implica, y le desea que Nuestra Señora de Loreto, a quien se venera en una de las capillas de la Basílica como Patrona de la Aviación española, le siga sosteniendo y guiando en su camino monástico hacia Dios.