Hermanos en Nuestro Señor Jesucristo: Hoy con la fiesta del Bautismo del Señor concluye el tiempo de Navidad. El Bautismo del Señor concluye también el tiempo de Epifanía; la fiesta propiamente de Epifanía es la manifestación de Dios al mundo en la infancia de Jesús, y la del Bautismo es la Epifanía con la que da comienzo la vida pública de Jesús, como predicador itinerante. En la Navidad proclamamos nuestra fe en la divinidad de Jesucristo y en su obra de hacernos partícipes de su divinidad. Nos cuesta confesar la divinidad de Jesucristo, porque lo que ven nuestros ojos es un hombre como los demás, pero también nos cuesta ver la obra de su amor en nosotros, porque personal y colectivamente nos hemos apartado de Dios. Tanto en llamar a los magos por la estrella como en la santificación de las aguas en su bautismo confesamos que Jesús se encarnó para hacernos partícipes de su divinidad. En este intercambio de naturalezas, Él asume la nuestra y nos hace partícipes de la suya: envuelve a la Navidad en el misterio y en la admiración contemplativa del cristiano. Pero sin duda que esto provoca en nosotros la pregunta: pero ¿realmente los cristianos captamos la densidad de este misterio tan grande? Y más que una respuesta directa tendríamos que tener la conciencia de que ni nosotros merecemos esta dignidad tan grande, ni tampoco nadie nos ha dado la representatividad para negarnos a recibir tan gran regalo. Somos unos privilegiados, pero sería una arrogancia imperdonable el negarnos a ser agasajados por Dios de esta manera tan generosa que supera nuestros merecimientos, por supuesto, pero la falsa humildad de no querer recibir tan gran don se convertiría en un pecado contra el Espíritu Santo.
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Ni podemos negarnos a recibirlo ni podemos despreciarlo negándonos al esfuerzo de vestirnos de fiesta, que en este caso se traduce por vivir a la altura que ese don exige. El traje de fiesta del cristiano es revestirse de Cristo, cumplir sus mandamientos, pues Dios misericordiosamente nos perdona la deuda que habíamos contraído en Adán al haber dado cabida al pecado que introdujo el demonio en este mundo por su desobediencia al mandato divino. Pero una vez que se nos ha devuelto la dignidad de hijos de Dios por el bautismo hemos de cumplir los requisitos para que nuestros pecados actuales sean perdonados.
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Hemos de confesar nuestra fe en la Iglesia y recibir los sacramentos que nos curan, que nos fortalecen, que nos alimentan y nos hacen crecer en gracia.
Las fiestas de la Epifanía, la manifestación del amor de Dios que trae la salvación a todos los hombres de todos los pueblos de la tierra en la persona de los tres Magos de oriente, y la fiesta del Bautismo del Señor que recibe su bautismo de manos de Juan no para ser purificado, sino para santificar el agua, para que así nosotros podamos ser hechos hijos de Dios por adopción, nos deben llenar de alegría y agradecimiento. Deben llevarnos a la contemplación de los misterios del nacimiento de Jesucristo, para cada día esforzarnos en no pisotear las perlas que nos regala el Señor como si fuésemos animales inconscientes, incapaces de apreciar la diferencia entre las piedras y las perlas.
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Celebramos que Jesús se dirigió al lugar donde Juan Bautista dispensaba un bautismo de penitencia. No reclamó que Juan se presentase ante Él. Jesús, a quien hemos confesado en su nacimiento como Dios, se dirige andando como un humilde peregrino hasta Juan el Bautista, el profeta del Señor; va a escuchar su testimonio, el que Dios le ha confiado: que aquel sobre el que se posase el Espíritu de Dios sería por eso mismo señalado como el Mesías, que durante siglos se había prometido y el pueblo de Israel esperaba. Pero, para hacer más creíble la señal, Jesús no interviene con un protagonismo, que en su caso no podría ser ni inconveniente ni exagerado. Era el Esposo y había de recibir el tratamiento del Esposo deseado por la Iglesia su Esposa. Y, sin embargo, se pone en la fila de los pecadores como necesitado de purificación. Pero al rasgar Dios los velos que le ocultaban a la mirada de los humanos con la aparición de la paloma, que se posa en Jesús, y la voz del cielo, que le descubre como el Hijo amado en quien el Padre se complace, reclama de nosotros que le escuchemos. De esta manera la prueba de su mesianidad se hace inconfundible a pesar de no ser una manifestación sobrecogedora, como la del Sinaí.
Jesús, a pesar de ser el nuevo Moisés anunciado tantos siglos antes, no interfiere ni le quita el papel de profeta a Juan Bautista. Se presenta como un pecador de tantos. Toda una lección para sacerdotes y fieles: No es el discípulo mayor que el maestro. Jesús recibe el bautismo de penitencia en la fila de los pecadores. Todos somos instados por este ejemplo del Maestro por excelencia a escuchar a los profetas y no arrogarnos el estar por encima de ellos; lo ha ejemplificado el que sí que estaba muy por encima de Juan el Bautista; y recibe el agua purificadora el que no había de ser purificado sino el que iba a santificar el agua, para que en adelante tuviese el poder de purificar y santificar al ser administrada sacramentalmente, y para que ninguno de sus discípulos escondiese su condición de pecador y tuviese en cambio el deber de mostrar su arrepentimiento.
Nosotros seguimos caminos de pecado e incredulidad, sólo queremos banquetear y estar en nuestras cosas, y eso tendrá un precio y será la purificación más grande que ha conocido este mundo. Lo estamos escuchando repetidamente en la Sagrada Escritura y no se nos pone la carne de gallina –¿realmente escuchamos la Palabra de Dios? ; nosotros solo miramos al suelo, pero no miramos con el anhelo del alma para encontrar la Paz, la Justicia, el Amor y la Misericordia que anhela nuestro ser en lo más íntimo. Estamos sometidos a nuestros instintos más bajos: ellos nos gobiernan y nos dicen el camino que debemos seguir. Hermanos, por compasión con los sufrimientos del Corazón de Nuestro Señor y de su Bienaventurada Madre, por compasión a este mundo, a nuestras almas perdidas y anhelantes del Bien, de la Justicia y Misericordia: hermanos, ha de venir una purificación, nuestras almas han de ser lavadas por el agua bautismal, para recuperar la pureza, y por medio del gran sufrimiento que supondrá tanto diluvio de agua y fuego, se abrirán nuestros corazones de piedra.
Mientras esperamos esta purificación, que está muy próxima, el discípulo de Jesús no sólo ha de perdonar hasta los enemigos, sino también ser perdonado siempre y pedirlo ante los fieles aunque con confesión secreta. Jesús nos propone no sólo la necesidad de confesar los pecados, sino que con su doctrina y con su abajamiento, al ponerse en la fila de los pecadores, nos deja bien claro que sólo el corazón arrepentido es depositario de su Misericordia. No basta con ponerse en la fila y acercarse al confesor, lo que nos debe estimular, tanto al santo como al pecador más empedernido, es que un arrepentimiento sincero derriba muros de acero, y el que merecía el infierno por sus pecados, es acreedor de su Misericordia. Sin nuestras lágrimas y nuestro arrepentimiento nuestros pecados permanecen, pero al que pide a Dios llegar al dolor sincero le baña la Misericordia divina. ¿Ante semejante recompensa, y todavía más: ante tal oportunidad de agradar al Señor con un arrepentimiento de corazón, vamos a privarnos de vivir en gracia, aunque un determinado confesor nos pueda caer algo antipático o nos creamos que no está a la altura de su ministerio? Si se nos pasa ese pensamiento por la cabeza, recemos por nuestros sacerdotes y no los critiquemos. Jesús no dijo ¿quién es Juan Bautista para bautizarme a mí? La disposición humilde es la que nos posibilita estar preparados a su venida purificadora.