“María ha sido elevada en cuerpo y alma a los cielos”, proclama la fe de la Iglesia (Colecta de la Misa) y el sentir unánime del pueblo de Dios. Es un acontecimiento que corona su vida como Madre de Jesús y colaboradora en la obra de la salvación humana. Siempre unida a su Hijo de manera totalmente perfecta, por una santidad y amor no igualados, fue designio de Dios que le siguiera también en cuerpo y alma para que el cielo y la tierra fueran testigos de esta unión en la realización del plan de la salvación.
María es así prototipo de cada hombre y mujer, llamados a desarrollar nuestra propia vocación, tanto en el plano humano como en el sobrenatural, pero de manera que también en nosotros se cumpla, de alguna manera, ese misterio que hoy celebramos y que en Ella tuvo dos etapas: el de su asunción corporal al final de su existencia terrena, y el de su constante elevación hacia Dios en el transcurso de la misma. Antes de que tuviera lugar esta asunción a los cielos, toda la vida de María fue una elevación de su espíritu hacia las cosas celestiales, una entrega al servicio y el amor de Dios.
Ella ha sido, en vida y después de su tránsito, el ser más unido a Dios, en su divinidad y en su humanidad. Pero esta unión no es una prerrogativa reservada a María. Si todavía no compartimos el privilegio de su asunción corporal, sí está a nuestro alcance, ya desde ahora, esa otra cercanía y ascensión, completamente real, de nuestro espíritu, que ha de preceder a la del cuerpo.
De hecho, la realidad que el hombre ha sido llamado a participar, ya en el tiempo de su vida presente, es mucho más la que se refiere al mundo y al tiempo de Dios que a las cosas y al tiempo de la tierra. El mundo resulta demasiado pequeño y el tiempo demasiado reducido para quien tiene abierto ante sí el horizonte de Dios. Por eso podemos contemplar la asunción de María no sólo como el hecho histórico que culmina su vida, sino como una parábola, por la que alcanzamos a comprender que Ella vivió su existencia terrena con la misma intensidad que cualquier otra mujer de su pueblo, pero centrada en lo que Ella misma oiría a su propio: “Yo debo ocuparme en las tareas que se refieren a Mi Padre” (Lc 2, 49).
Es la ocupación natural de quienes hemos salido de Dios, vivimos en Él y estamos destinados a volver a Él por toda la eternidad. Por eso, Él mismo es el que da la totalidad de sentido a nuestro existir, incluso en las acciones humanas más corrientes, porque sólo son verdaderamente humanas cuando se inspiran en Él. María fue un ejemplo, imitado por muchos, de cómo se puede pasar por la tierra dando a todo nuestro ser una proyección ascendente, Ella que vivía pendiente de los ojos, de la palabra y de la voluntad de su Hijo y Señor.
Esa ascensión es la que nos sugieren a todos las páginas de la Escritura cuando nos muestran el camino de la búsqueda y de la morada en Dios, o el seguimiento y la imitación de Cristo, para despegarnos de lo que nos ata a la tierra y a nosotros mismos y elevarnos a la vida divina. Es lo que escuchamos en la invitación a abandonar lo superfluo de este mundo: “buscad las cosas de arriba, no las de la tierra” (Col 3, 1), porque “estáis en el mundo pero no sois del mundo” (Jn 19, 15), sino que “vuestra morada está en los cielos” (Flp 3, 20). “Yo os elegí y os saqué del mundo” (Jn 15, 16) para sustraeros a lo que en él no es conforme a Dios ni sirve para alcanzar vuestro verdadero destino. En el mundo no está vuestra patria, ni vuestra riqueza, ni vuestra felicidad. Porque, “¿qué aprovecha al hombre conquistar el mundo entero si pierde su vida y su alma?” (Mt 16, 26).
Es la invitación a despegarnos de la tierra para no echar en ella unas raíces que nos impidan volar tan alto como exige el espíritu humano, y como corresponde a la vocación del hombre. Un vuelo tal alto como fue el que hoy contemplamos en María. Es una visión de nuestra realidad a partir de Dios, en la que está encerrada la sabiduría máxima que nos interesa poner en ejercicio. Una visión y una ciencia que nos ha enseñado desde el principio a vivir la existencia humana con moderación, con prudencia y equilibrio, a ‘no saborear el mundo más de lo conveniente, sino con sobriedad’.
Porque lo contrario conduce a un exceso que puede ser desastroso. ¿Cómo no admitir que la realidad extrema que estamos viviendo ahora mismo es el resultado de una neurosis que nos ha conducido a empeñarnos en gustar sin medida todas las abundancias, todos los sabores y placeres de la vida, también aquellos cuyo fruto se nos había prohibido porque no contenían la vida sino la ruina y la muerte?
Hoy tenemos ante nosotros una perspectiva exactamente inversa a la que habíamos fabricado en nuestro afán de crear un paraíso terrestre a nuestra medida. Los días de rosas y vino, de embriaguez y prosperidad aparentes, más allá de toda mesura y racionalidad, dejan paso a una situación de colapso en todos los niveles de la vida personal y colectiva. Nunca las expectativas humanas habían alcanzado un grado de frustración tan angustioso, aunque muchos prefieran no hacerse conscientes de ello. _x000D_ Todavía ayer creíamos que nuestro sistema occidental de valores representaba la palabra definitiva para el cumplimiento de la historia, al comprobar cómo el mundo y la ideología comunistas se desplomaban de pronto, pese a su aparente fortaleza. Pero aquel sistema y el nuestro tenían exactamente la misma raíz: el materialismo y el ateísmo radicales. Era previsible, por tanto, que el destino de ambos esté llamado a ser el mismo.
Pero en contraste con esta devastación a la vez espiritual y social, a la que en parte nos han entregado y en parte nos hemos dejado arrastrar, hoy contemplamos la glorificación de una mujer de nuestra raza, que vivió plena pero sencillamente su humanidad, a la vez que supo declararse la esclava del Señor, a pesar de su excelsitud como Madre de Dios. Ambos, Cristo y María, el Salvador y la Mediadora, siguen siendo nuestra única verdadera riqueza y esperanza, después de que hemos dilapidado todos los sueños de libertad y bienestar, después de haber visto caer todos los ídolos a los que habíamos confiado los espejismos de una nueva humanidad. _x000D_ Esta humanidad auténticamente nueva se nos ha dado en el Hombre y la Mujer nuevos, en los que Dios ha querido renovar nuestra naturaleza y ser, en todos los tiempos, la fuente de la juventud del mundo. Que en Ellos los jóvenes que asisten a esta Jornada Mundial de la Juventud, y los de todo el mundo, reconozcan en Jesús el único Nombre en el que podemos ser salvados, y en María la Precursora de la Paz y de la Libertad en Cristo”.
Uno de los éxitos sorprendentes que subraya Glover y que recoge el editorial del diario es el “rostro joven” de la Iglesia católica británica, y critica a los ateos radicales contrarios a la visita: “no tienen nada que ofrecer como camino de esperanza para los jóvenes ni para nadie”. (sobre el Papa en Inglaterra) delirio, extravío, desorden, transgresión.
Porque poseemos ya un hombre nuevo interior que crece y se renueva gracias a la vida de que nos reviste la gracia y la resurrección de Cristo, y que abre el camino que nos mostró la asunción de María.
A pesar de lo cual, el mundo os pertenece en la medida en que le habéis vencido, en la medida en que no se ha apoderado de nosotros para convertiros en una parte de él, sino que permaneceis libres, sin ataduras, dominantes, sin fundiros ni confundiros con él. El que renuncia a su vida en este mundo, a sus afanes y atractivos, ese la ganará_x000D_ El mundo que no puede ser nuestro porque no nos podemos identificar con él, es el mundo que no conoce a Cristo y que eleva tantos obstáculos frente a Él, cuando le niega o cuando le sustituye por todos esos sucedáneos que convertimos fácilmente en ídolos, sea el dinero, el poder, el prestigio, el cuerpo, el bienestar máximo, a los que rendimos verdadero culto, y que nos encadenan a las cosas de este mundo.
El destino del hombre no es vivir pegado a la tierra, aun cuando se ocupe de cosas humana o espiritualmente muy importantes. De hecho, nada impide atender a los deberes personales o sociales de cualquier índole, ni dejar de colaborar activamente en la construcción de la ciudad terrena. Tanto la exigencia de la justicia como el mandamiento del amor evangélico nos unen a todos los hombres y a todas sus necesidades, y también en este terreno debemos ser los primeros agentes de la verdad y del bien social y moral en todas sus manifestaciones.
Porque hay mucho de resurrección y de ascensión en el esfuerzo por redimir el pecado y la injusticia humana, sea en el orden espiritual o en el temporal. Entonces esta acción, que tiene por objeto la salvación o la entrega desinteresada a los hombres, ni nos enreda ni nos identifica con este mundo. Se cumplen así las palabras de Jesús: “vosotros no sois del mundo, como tampoco Yo soy del mundo” (Jn 17, 14), a pesar de lo cual Él es la luz, la vida y la salvación del mundo, del mismo modo que el que sigue a Cristo está llamado a ser luz y sal de la tierra.
En María esa vida de silencio, de perfecta obediencia a la voluntad de Dios y de servicio a la causa de Jesús y de la salvación de los hombres, así como su vuelo constante para adentrarse cada vez más en el corazón de las realidades divinas, está por una parte, en contradicción con todos nuestros valores mundanos, pero representa ante todo el camino de nuestra propia ascensión durante el tiempo de nuestra vida, de manera que vayamos dejando atrás la figura de este mundo que pasa.
Que Ella, figura y primicia de la Iglesia que será glorificada (Pref.), sostenga este vuelo tras sus propias huellas, para que, con Ella, lleguemos a participar de su misma gloria” (Col.)