Queridos hermanos:
La Asunción de la Santísima Virgen a los Cielos en cuerpo y alma, llevada por los ángeles, es el broche de oro y la coronación de todos los privilegios marianos, según lo expresó el Venerable Pío XII cuando definió este dogma en 1950 (Munificentissimus Deus, 3, 8 y15-16). Es antiquísima la celebración de la fiesta y el culto a este privilegio en la Tradición de la Iglesia, que contempla a María como la “figura portentosa en el cielo” de la lectura del Apocalipsis, la “mujer vestida del sol, con la luna por pedestal, coronada con doce estrellas” (Ap 12,1).
Por su Maternidad divina y su labor corredentora, convenía que María, que había compartido tan estrechamente la vida y la misión de su Hijo, fuera asociada a la gloria de Jesucristo resucitado y reinante en el Cielo. Por eso, al final de su vida terrena, fue elevada a los Cielos en cuerpo y alma por los ángeles. Lo hemos escuchado en la primera carta de San Pablo a los Corintios (1Cor 15,20-26): Cristo ha resucitado el primero de todos, como primicia de la resurrección de los cuerpos y garantía de la inmortalidad del alma.
Pío XII definió como dogma la Asunción, pero no que la Santísima Virgen hubiera muerto o no: en esto, la Iglesia permite opinar, aunque lo más lógico es que que muriera, pero desde luego sin que su cuerpo llegara a corromperse, y después sería elevada al Cielo; en la Tradición cristiana y muy especialmente entre los orientales, se habla de la “Dormición” o “Tránsito” de María. Pío XII se inclina a que muriera, porque es lógico que corriera la misma suerte que su Hijo, al que estaba tan unida, y algunos teólogos y autores espirituales dicen que hubo de morir “de amor”, porque habría en Ella tanto amor a Dios, que ya no podía contenerse en esta vida y tenía que pasar al Cielo.
¿Qué lecciones nos enseña la Asunción de María? De las muchas que pudiéramos extraer, vamos a centrarnos en cinco. En primer lugar, supone un estímulo a nuestra identificación con Cristo. Hemos dicho que la Asunción de la Virgen, así como su posterior coronación en el Cielo como Reina y Señora (aspecto al que Pío XII dedicó otra importante encíclica y cuya fiesta celebraremos dentro de una semana), es el punto culminante de una vida de completa identificación con su divino Hijo. A María se le pueden aplicar a la perfección aquellas palabras de San Pablo a los Gálatas: “Estoy crucificada con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,19). Con razón dice San Bernardo que “ni la Virgen merecía otro Hijo, ni Dios otra Madre”, pues sólo a Ella le fue concedido el privilegio de la virginidad fecunda (Sermón 4 en la Asunción de Santa María, 5). Otro monje cisterciense, San Rafael Arnáiz, señaló la ruta con claridad: “Todo por Jesús, y a Jesús por María”.
En segundo lugar, la Asunción de María nos infunde esperanza en la vida eterna, pues en este privilegio observamos cuál es la verdadera meta a la que estamos llamados. Nuestros objetivos reales no deben estar aquí en la tierra: ¿para qué la ambición de poder, de riqueza, de gloria, de brillo o de fama, si nada de todo esto vamos a llevar con nosotros cuando nos llegue la hora de la muerte? ¿Acaso tales cosas nos van a ser valederas ante el juicio de Dios? Somos peregrinos en este mundo y nuestra meta última es el Cielo, donde María Santísima reina junto con su Hijo. La Pasión redentora de Cristo y la Compasión corredentora de María explican la gloria de la Realeza de ambos en el Cielo.
Una lección más atañe a la dignidad del cuerpo humano. La Santísima Virgen, siguiendo los pasos de su divino Hijo, no conoció la corrupción del sepulcro y ha sido asunta al Cielo con su cuerpo en estado glorioso. Esto revela que nuestros cuerpos están llamados a resucitar al final de los tiempos y a reunirse para siempre con nuestras almas. En el estado presente, debemos procurar nuestra santificación considerando que el cuerpo es templo del Espíritu Santo, como nos enseña San Pablo (1Cor 6,19-20). Si tuviéramos esto en cuenta, ¡cómo recuperaríamos el sentido natural y sobrenatural casi perdido del pudor y nos alejaríamos de las modas que hoy desnudan casi por completo a la mujer y la convierten en mero objeto! ¡Y cuánto nos cuidaríamos de acudir a la Sagrada Comunión digna y decentemente vestidos!
Otra lección que quisiera señalar se refiere a las criaturas espirituales. La Santísima Virgen ha sido elevada al Cielo por los ángeles, sobre quienes es ensalzada como Reina y Señora. Acudamos con frecuencia a la intercesión de los santos ángeles y no dejemos de rezar a nuestro ángel de la guarda, ya que Dios nos ha regalado a todos los hombres la compañía de uno de estos seres que Él ha creado para que le alaben y le amen y para ayudarnos en nuestro camino en la tierra. María y los ángeles santos nos auxilian además frente al “dragón rojo” del Apocalipsis (Ap 12,3) y a todos los demonios: recemos con devoción al final de la Santa Misa la oración a San Miguel.
En fin, otra enseñanza es la Mediación de María en nuestro favor. Ella, la humilde enaltecida (cf. Lc 1,48.52), es verdaderamente Madre espiritual de todos los hombres y Madre de la Iglesia, en especial desde que Jesús se la entregó a San Juan Evangelista al pie de la Cruz (Jn 19,26-27) y por su permanencia entre los Apóstoles (Hch 1,14). Y ahora, tras su Asunción gloriosa a los Cielos, intercede ante su Hijo por nosotros y nos alcanza de Él las gracias que necesitamos, como verdadera Abogada y Medianera. Nunca desesperemos de Ella para conseguir lo que necesitamos, así como el perdón divino por nuestros pecados y poder entrar en el Cielo, pues, como decía el Siervo de Dios Tomás Tyn, filósofo y teólogo dominico checo en proceso de beatificación que ofreció su vida en inmolación por la libertad de la Iglesia en su Patria y murió justo al día siguiente de la caída del comunismo en la antigua Checoslovaquia, “el Corazón maternal de María conoce bien el Corazón de Jesús y sabe bien que Jesús no le puede rehusar nada” (Sermón sobre Santa María, Reina de los Ángeles y de los Santos). Unamos así nuestra plegaria a la de San Bernardo, que no duda en llamar a María “Madre de misericordia” y le pide “que tu bondad manifieste al mundo la gracia que Dios te ha concedido: suplica y consigue perdón para los pecadores, alivio para los enfermos, entusiasmo para los pusilánimes, paz para los afligidos, apoyo y libertad para los que se hallan en peligro” (Sermón 4 en la Asunción de Santa María, 9; y del Domingo 3º de la octava de la Asunción, 15).