Queridos hermanos:
El dogma de la Asunción de la Virgen fue definido por el Venerable Pío XII en 1950, al afirmar que María Santísima fue elevada en cuerpo y alma a los Cielos por los ángeles (Munificentissimus Deus, nn. 3, 8 y 15-16). La Tradición de la Iglesia ha contemplado siempre a María como la “figura portentosa en el cielo”, la “mujer vestida del sol, con la luna por pedestal, coronada con doce estrellas”, según se nos ha dicho en la lectura del Apocalipsis (Ap 12,1). En Occidente pero especialmente entre los cristianos orientales, se venera también este misterio como la “Dormición” o el “Tránsito” de María.
Por haber compartido la vida y la misión redentora de su Hijo, era conveniente que Ella fuera asociada a la gloria de Jesucristo resucitado y reinante en el Cielo. Eso fue lo que reconoció Pío XII cuando proclamó el dogma de la Asunción y a los cuatro años instituyó la fiesta de la Realeza de María, que celebraremos dentro de una semana. En la segunda lectura, (1Cor 15,20-26), San Pablo nos ha dicho que Cristo ha resucitado el primero de todos, como primicia de la resurrección de los cuerpos y garantía de la inmortalidad del alma. María, ciertamente, ha sido la primera en compartir esta misma realidad. Y así, María, viene siendo felicitada por todas las generaciones, pues el Poderoso ha hecho obras grandes en Ella, su humilde esclava, como hemos escuchado en el Evangelio (Lc 1,39-56).
La Asunción de María a los Cielos y su Coronación como Reina y Señora de todo lo creado es su exaltación gloriosa y el culmen de todos los privilegios que ha recibido por su Maternidad divina, es decir, por haber sido escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre de su Hijo.
Pero, al igual que su Hijo Jesucristo, a cuyo misterio está asociado plenamente el de María, el camino hacia esa exaltación ha sido un camino de abajamiento y de humildad, de pequeñez y de sencillez. De hecho, Ella se ha definido a sí misma como “la esclava del Señor” (Lc 1,38).
Como explica San Pablo en el capítulo segundo de la carta a los Filipenses, Jesucristo asumió un camino de anonadamiento, de abajamiento, de despojamiento, de humillación, de lo que en griego la teología conoce como la kénosis (Flp 2,5-11): sin perder su condición divina, sin embargo se anonadó y se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo y asumiendo la naturaleza humana por la Encarnación, obrada por el Espíritu Santo en el seno de María Virgen. Y en esta condición de hombre, y reconocido por nosotros como tal, también se humilló a sí mismo y quiso obedecer al Padre celestial hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso el Padre lo exaltó después sobre todo y se le debe la máxima adoración universal, de tal modo que “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”.
María, al igual que su Hijo, ha abrazado el mismo camino de anonadamiento y de humildad, por el cual ha sido al final exaltada por el Dios uno y trino. Habiendo sido elegida por Dios desde la eternidad para la vocación más elevada a la que podía ser llamado un ser humano, se declaró a sí misma como “la esclava del Señor” y vivió en lo escondido de una casa de Nazaret, un lugar menospreciado entre los antiguos judíos. Allí, en lo oculto de su oración en una habitacioncilla de la casa, fue visitada por el arcángel San Gabriel para anunciarle que en su seno iba a encarnarse el Hijo de Dios: allí, en el silencio y en lo más desapercibido, Dios quiso obrar en María, con María y por María el inicio de nuestra Redención.
María vivió un auténtico anonadamiento, un querer reducirse a la nada ante el todo inmenso e infinito de Dios, como “la esclava del Señor”, sometiéndose a la prueba de poder ser difamada por quedar embarazada antes de vivir en la plenitud del matrimonio con San José. Vivió su anonadamiento, su abajamiento y humillación, su despojamiento de sí misma, por su entrega absoluta a la voluntad de Dios, en obediencia fiel al Padre celestial y dándose de lleno a su Hijo bajo la guía del Espíritu Santo, teniendo que sufrir la falta de acogida en Belén y habiendo de dar a luz en las condiciones de la mayor pobreza. Vivió este anonadamiento afrontando el exilio a Egipto hasta la muerte de Herodes el Grande para salvar la vida de Jesús. Vivió su anonadamiento en una vida escondida y sencilla en Nazaret. Sufrió la viudedad a la muerte de José y vivió su despojamiento cuando quedó sola al dejar Jesús la casa paterna para iniciar la predicación del Reino de Dios. Pero, sobre todo, María, en obediencia a la voluntad divina, vivió su anonadamiento en la Pasión y la Muerte de Cristo, donde, permaneciendo fielmente a los pies de la Cruz, tuvo que soportar los insultos y menosprecios que a Él se dirigían y compartió en lo más profundo de su Inmaculado Corazón los golpes, los clavos y la lanzada que hicieron derramar sobre nosotros la Sangre que nos trajo la salvación.
Sin embargo, precisamente porque María vivió este anonadamiento a imitación de su Hijo y por estar su vida estrechamente unida a la de Él, fue finalmente ensalzada, gozándose de su Resurrección y de su gloria, siendo elevada a los Cielos en cuerpo y alma para ser allí coronada como Reina por la Santísima Trinidad por los siglos de los siglos.
Hermanos: en nuestra vida, y quizá al menos en algún momento de ella, habremos de experimentar el anonadamiento y despojamiento de uno mismo. Será una fase fundamental en nuestro crecimiento espiritual y el punto de inflexión en nuestro camino hacia Dios. Esa purificación interior, ese crucificarnos con Cristo y adentrarnos en el misterio de su kénosis, esa noche que habremos de atravesar en el camino de una fe que no ve pero cree, espera y ama, sólo podremos vivirla y superarla con éxito si descubrimos que Jesús y María nos han dado el ejemplo para no desfallecer y poder proseguir. Será necesario, por lo tanto, hacer lo que han hecho entonces los santos: agarrarnos de la mano de Jesús y de María, abrazarnos a Él en la Cruz y acogernos a los brazos maternales de Ella al pie del Calvario, para al final poder ser también nosotros premiados por Dios y ser exaltados a la gloria celestial, a la dicha eterna sin fin, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y con María asunta a los Cielos y Reina.