Queridos hermanos:
La Ascensión del Señor a los cielos, al igual que su Resurrección, es un hecho real y verdadero, no algo imaginario nacido de la sugestión de los Apóstoles. En los Hechos de los Apóstoles se ha dicho que ellos “lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista” (Hch 1,9-11). Y San Lucas, el mismo autor del libro de los Hechos, nos dice en su Evangelio que, mientras los bendecía, “se separó de ellos subiendo hacia el cielo” (Lc 24,46-53). La Ascensión del Señor, por tanto, es una verdad que debemos creer y por eso la afirmaremos al rezar el Credo.
El domingo próximo celebraremos la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles para dar luz y fuerza a la Iglesia naciente. La Ascensión hace efectiva la promesa de Jesús de enviarnos al Espíritu Santo como Paráclito, como Abogado y Consolador que iluminará y dará fuerza a la Iglesia para predicar el Evangelio.
Además, la Ascensión del Señor nos hace presente la promesa del Cielo. Jesucristo nos ha abierto el camino a la gloria eterna, nos ha reconciliado con el Padre y nos ha alcanzado de Él el don inmenso de la filiación divina, de ser hechos hijos adoptivos de Dios, don que se nos da por medio del Espíritu Santo. Por la vida de la gracia, entramos a participar ya de la misma naturaleza de Dios (2Pe 1,3-4) y de la vida de la Santísima Trinidad, vida de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Asimismo, el cuerpo resucitado de Jesús nos muestra el estado glorioso al que nuestro cuerpo está llamado también cuando tenga lugar la resurrección de la carne al final de los tiempos, algo que no sólo la fe nos enseña, sino que además la realidad metafísica de la persona humana exige, como enseña la filosofía perenne iluminada por la fe.
Esta vida nueva de la gracia a la que estamos llamados como hijos adoptivos de Dios, vida en Dios con Cristo por el Espíritu Santo, vida que es anticipo de la gloria celestial, es y ha de ser vida de santidad, de conocimiento y amor de Dios, de identificación total con Cristo, verdadero Hijo de Dios y modelo perfecto para el hombre. Es y ha de ser una vida de crecimiento en la virtud, una vida de santidad.
Hermanos: ¡estamos llamados a ser santos! No necesariamente santos conocidos a perpetuidad por los hombres, sino santos a los ojos de Dios e irradiando también la luz y el amor de Dios a los hombres por medio de una vida santa. El ideal cristiano es el ideal de la santidad, del hombre regenerado en Cristo por el Espíritu Santo, del hombre que aspira al Cielo y santifica las realidades de la tierra durante su peregrinación en ella.
¡Ser santos! ¡Santos porque Dios es Santo, porque Él es tres veces Santo: Santo el Padre, Santo el Hijo y Santo el Espíritu! ¡Santísima Trinidad en cuya vida santa hemos de penetrar y bucear! ¿Cómo? Por medio de la vida de la gracia, que se nos otorga de modo ordinario a través de los Sacramentos, de la oración y de las buenas obras.
Hermanos: parece que algunos creen que las iglesias y los seminarios se van a llenar a través de una propuesta ecologista, pacifista y de sincretismo con otras religiones. Pero eso jamás llenará las iglesias y los seminarios; bien al contrario, se vaciarán, como ya se han vaciado con proyectos más o menos semejantes. Las iglesias y los seminarios se llenan cuando a los jóvenes se les hace una propuesta de vida de santidad, de búsqueda de Dios, de seguimiento e imitación de Cristo, de visión sobrenatural de las cosas, de vida interior, de celo por la salvación de las almas y por la difusión del Evangelio a todos los pueblos. ¡No necesitamos del lenguaje mundano para llenar las iglesias y los seminarios, sino hablar de Dios! El hombre, aunque no sea consciente de primeras, tiene sed de lo absoluto, tiene sed de Dios.
Jesucristo, por tanto, nos ofrece al agua que salta hasta la vida eterna, el agua de salvación que sacie nuestra sed de infinito (Jn 4,13-14). Sólo Él puede traernos la salvación y por eso debe reinar en nuestros corazones y en la vida misma de las sociedades humanas (Pío XI, Quas primas, 8 y 9). En este mes de junio, adoramos especialmente el Sagrado Corazón de Jesús, símbolo que expresa el misterio del Verbo encarnado y el amor redentor de Dios por el hombre. Por eso, como dijo Pío XII, en el Corazón de nuestro Salvador se descubre, “en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención” (Haurietis aquas, 24).
Y este año 2019 conmemoramos el centenario de la Consagración de España al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles, erigido con un deseo singular de dar cumplimiento a la promesa hecha por el Corazón de Jesús al Beato Bernardo de Hoyos en 1733: “Reinaré en España y con mayor devoción que en otras partes”. Promesa que, dicha en aquel momento, se extiende a todo el mundo hispánico. Además, este año 2019 se conmemora el ingreso de Santa Maravillas de Jesús en el Carmelo de El Escorial, donde Nuestro Señor le mostró la imagen del Cerro de los Ángeles y le pidió que fundara en él un convento y le hizo una promesa, con las siguientes palabras llenas de un sentido de reparación y desagravio y de esperanza para nuestra Patria: “Aquí quiero que tú y estas otras almas escogidas de mi Corazón me hagáis una casa donde tenga Yo mis delicias. Mi Corazón necesita ser consolado, y este Carmelo quiero sea el bálsamo que cure las heridas que me abren los pecadores. España se salvará por la oración”.
Que el Inmaculado Corazón de María, que contempló la Ascensión de su divino Hijo a los Cielos, nos alcance la luz y la fuerza del Espíritu Santo para amar con el amor del Corazón de Jesús y para alcanzar la gloria eterna.