En los días precedentes al de la Ascensión durante los cuales hemos vivido el acontecimiento de la resurrección del Señor, hemos venido escuchando el sucesivo anuncio por Jesús de su próxima partida hacia la casa del Padre, después de haber dado cumplimiento a la misión que había recibido de Él. En las palabras con que anunciaba esto a los discípulos les añadía que en esa casa a la que volvía hay muchas moradas, y que iba precisamente a preparárselas, porque ese era también su destino y el de todos los que creyeran en Él. Llegado el día previsto, Jesús reúne a los suyos, les dirige las últimas palabras de despedida y, a la vista de todos, se eleva hasta desaparecer camino de las alturas.
Cuando hoy nosotros leemos este pasaje lo consideramos generalmente como uno de esos hechos de la vida de Cristo que tal vez leemos con una mezcla de curiosidad o indiferencia o, si todavía somos cristianos, lo tomamos como un acontecimiento de su existencia histórica que apenas tiene que ver personalmente con nosotros. Es lo que nos sucede con el conjunto de la vida de Jesús.
Pero al margen de nuestras opiniones personales, lo único cierto es que cada una de las palabras y acontecimientos de su vida significan la acción y la dirección culminantes que señalan los caminos a recorrer por el hombre. En Cristo, Dios nos ha salido al paso para mostrarnos lo único decisivo y auténtico de cuantas opciones pueden atraer nuestro interés. Él es la Verdad y el Camino sin alternativa.
Cuando nosotros celebramos con la Iglesia la ascensión de Cristo estamos ante uno de esos acontecimientos que hablan más categóricamente que todas las palabras humanas, porque nos ponen ante el significado determinante de nuestra historia personal: “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que caminamos en busca de la futura” (Hbr 13, 14). Esa ciudad no es otra que aquella de la que descendió Cristo cuando tuvo lugar la encarnación, y a la que hoy asciende después de llevar a cabo la redención.
Pero no significa un camino de regreso que sólo Él deba recorrer. Él lo ha abierto para que todos sepamos cuál es la única dirección en la que todos hemos de caminar ya desde ahora. Ese movimiento ascensional nos está describiendo cuál es la trayectoria que ha sido abierta para nosotros ya en la vida presente. Una existencia en la que hay multitud de caminos, de proyectos e iniciativas a través de los cuales cada uno realizamos un designio personal, que será tanto más eficaz cuanto se realice más en conformidad con las leyes divinas que han de regir los actos humanos.
Pero la orientación común de esos proyectos de vida personal es la que está determinada por quien nos ha puesto en la existencia presente y nos ha llamado a la futura. La palabra de Dios está llena de este pensamiento: que cualquiera que sea el tiempo, el lugar o la actividad que desarrollemos, habitemos desde ahora con Cristo en el cielo, donde se encuentra quien es su Padre y nuestro Padre, y que nuestros actos y nuestra mente estén dirigidos a la que será nuestra ciudad permanente. Y ello porque si nosotros somos hijos de la tierra, lo somos de una manera mucho más real del cielo y del Padre que está en los cielos.
Nuestra presencia en esta vida es completamente transitoria, lo que para nada quiere decir que no la tomemos con total seriedad, a fin de darle toda su plenitud de sentido y de valor, bien entendido que de acuerdo con lo que la ley de Dios y la recta razón nos sugieren. Algo así como cuando un atleta debe hacer el recorrido de un trayecto poniendo la máxima atención en cada paso, pero con la vista puesta ante todo en la meta.
Nosotros conocemos, como nadie antes que nosotros, la sensación de un progreso y un bienestar siempre crecientes, que nos dan la sensación de estar alcanzando unas metas ilimitadas. Y nos parece que este es, por fin, nuestro verdadero horizonte. Pero no es el horizonte del hombre que ha salido del pensamiento de Dios. Dios ha pensado también en nuestro desarrollo, pero no principalmente por la sumersión en este mundo, sino por la ascensión a las alturas, por la elevación al mundo y a la realidad de Dios.
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Porque esto es lo que corresponde a su vocación y a su naturaleza, constituida según la semejanza con Dios. Por eso advirtió, también para los hombres de este tiempo: “estáis en el mundo pero no sois del mundo” ((Jn 15, 19), o como dice por medio del apóstol S. Pablo: “buscad las cosas de arriba, no las de la tierra” (Col 3, 1 ). Con esto no se nos arranca de nosotros mismos ni se deforma nuestra realidad humana, sino que se la afirma, haciéndola participar en la misma naturaleza de Dios.
Tal es la forma de participar en el impulso ascensional de Dios: la muerte a nosotros mismos, a imitación de la muerte de Cristo, como premisa para participar en el misterio pascual de su Resurrección y Ascensión. Así podremos hacer nuestras las palabras que Cristo se aplica a Sí mismo: “Yo soy el viviente. Estaba muerto pero ahora vivo por los siglos de los siglos” (Ap 1, 18).