Queridos hermanos:
La Ascensión del Señor a los cielos, al igual que su Resurrección, es un hecho real y verdadero, acontecido en un momento histórico determinado y en un lugar geográfico concreto. No se trata de un hecho imaginario ni de un producto de la sugestión de los Apóstoles, que eran bastante incrédulos hacia este tipo de fenómenos extraordinarios. El relato de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado lo dice expresamente y nos ha indicado que los Apóstoles “lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista” y que ellos “miraban fijos al cielo, viéndole irse”, cuando dos ángeles les aseguraron que volvería (Hch 1,9-11). La Ascensión del Señor es, por tanto, una verdad que debemos creer y por eso lo vamos a profesar al rezar el Credo. Ya en el Antiguo Testamento nos encontramos con una prefiguración de este acontecimiento en la asunción de Enoc (Gén 5,24; Sir 44,16) y en la del profeta Elías (2Re 2,11; Sir 48,12).
Podemos extraer varias lecciones de este hecho, de las que cabe destacar sobre todo algunas.
Por una parte, la Ascensión hace efectivo el cumplimiento de la promesa de Nuestro Señor de enviarnos al Espíritu Santo como Paráclito, como Abogado, como Defensor y Consolador que iluminará y dará fuerza a la Iglesia naciente para predicar el Evangelio: “os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16,7). Jesucristo no nos abandona, pues lo ha dicho claramente en el Evangelio de hoy: “sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Esta presencia, que nos da fuerza para anunciar la buena nueva, se hace efectiva por la misión del Espíritu Santo, por el envío de la tercera persona de la Santísima Trinidad, que procede del Padre y del Hijo. El Espíritu Santo alienta la vida de la Iglesia, hace eficaz la gracia divina que se derrama a través de los sacramentos, de la oración y de las buenas obras, y nos permite conocer así a Jesucristo, quien a su vez nos muestra al Padre y nos conduce a Él (cf. Jn 14,6-11). La acción del Espíritu Santo, que se ha hecho posible plenamente a raíz de la Ascensión de Jesús, nos introduce de este modo en la vida de la Santísima Trinidad. El domingo próximo celebraremos la gran fiesta del Espíritu Santo, el día de Pentecostés.
Otra lección muy importante de la Ascensión del Señor es la promesa del Cielo para nosotros. Jesucristo nos ha abierto el camino a la gloria eterna. El descenso de su alma humana al seno de Abraham después de la muerte en la Cruz, yendo a rescatar a los justos del Antiguo Testamento para llevarlos al Cielo, así como su Resurrección en la carne, nos dan la clave de su misión entre nosotros: Cristo ha venido al mundo, enviado por el Padre, para rescatarnos del pecado, para reconciliarnos con Dios y para abrirnos las puertas de la gloria eterna. Su cuerpo resucitado nos enseña el estado glorioso al que nuestro cuerpo está llamado también cuando tenga lugar la resurrección de la carne al final de los tiempos, algo que no sólo la fe nos enseña, sino que además la realidad metafísica de la persona humana exige, como enseña la filosofía iluminada por la fe.
San Beda el Venerable, monje inglés de los siglos VII-VIII, lo expresa claramente: “He aquí que con la Ascensión al cielo del Mediador entre Dios y los hombres hemos sabido que les había sido abierta a éstos la puerta de la patria celestial. Por tanto, apresurémonos con todo nuestro afán hacia la eterna felicidad de esa patria” (Homilía en la Ascensión del Señor).
En fin, la despedida de Jesús antes de la Ascensión nos habla también del deber de la evangelización: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. Desde hace unos decenios, parece que en el seno de la Iglesia tuviéramos pavor a anunciar a Cristo a los demás y a que éste sea el fin principal de las misiones, derivando el sentido de éstas hacia la labor social y benéfica; la cual, por supuesto, es de grandísima importancia, pero el núcleo esencial de la misión es la evangelización, es anunciar a Cristo, su mensaje y su reino. Tenemos miedo a que se nos acuse de proselitismo y olvidamos así el mandato tan claro de Jesús. En realidad, si no anunciamos a Jesús, seremos malos discípulos suyos. Convencidos de que Él es el Camino, la Verdad y la Vida, anunciémosle sin temor a los hombres de nuestro entorno y a todos los pueblos de la tierra y pidamos por medio de la oración que su salvación llegue a todos los hombres.
Que María Santísima nos alcance la luz y la fuerza del Espíritu Santo para llevar a los demás hacia su Hijo y para alcanzar la gloria celestial.