Queridos hermanos:
El texto del Evangelio que acabamos de escuchar (Mt 20,20-28) es una enseñanza sobre la humildad que a todos debería hacernos reflexionar, especialmente cuando ocupamos cargos de responsabilidad. Si la madre de los Zebedeos busca para sus hijos los primeros puestos, Jesús pone coto a sus aspiraciones y reúne después a los Apóstoles exhortándoles al espíritu de servicio a la comunidad. Hoy, que celebramos al Patrón de España, esta lección es muy adecuada para quienes ejercen cargos en la vida pública.
¿Cómo se vieron transformados Santiago el Mayor y San Juan Evangelista, los “Hijos del Trueno”? Del mismo modo que se verían transformados todos los Apóstoles: por el contacto íntimo con Jesucristo, por ser testigos de su Resurrección y, sobre todo, por la acción del Espíritu Santo imprimiéndoles fuerza el día de Pentecostés. Eso es lo que observamos en la lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch 4,33.5.12) cuando todos ellos, encabezados por San Pedro, pierden el miedo a predicar el nombre de Cristo, llegando a ser Santiago el primero de los Doce en derramar su sangre por Él. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, explican San Pedro y los Apóstoles.
Por eso podemos descubrir que la fe cristiana es un elemento más fundamental para la vida pública de lo que a primera vista algunos pudieran o desearían pensar. Si se es católico y se vive de forma coherente con la fe, sin caer en una doble vida ni en una sutil e hipócrita distinción entre la religión vivida en privado y la forma de actuar en lo público, se comprenderá la maldad intrínseca de la ambición de poder y de dinero. Sin embargo, si en la vida pública se actúa sin ningún referente moral ni religioso, no existirá norma alguna que ponga límites a las aspiraciones ilícitas.
España, en su Historia, ha sido una nación sellada por la fe católica. Desde los mártires hispanorromanos hasta los de los años 30 del siglo XX, muchos españoles han derramado su sangre por dar testimonio de Cristo, mostrando que Él era lo más importante en sus vidas. Y a partir sobre todo del III Concilio de Toledo en el año 589, con la conversión de los visigodos a la fe católica, esta misma fe ha marcado la Historia de España y la ha llevado a sus momentos más culminantes, contándose entre ellos la evangelización del continente americano y de otros territorios en el mundo. Los misioneros españoles jamás tuvieron miedo de ir hasta el último confín de la tierra, yendo descalzos y sin provisiones a lo largo de millas y millas y conquistando los corazones de los indígenas con el testimonio de su hábito religioso, de su entrega y de su pobreza, como un Fray Toribio de Benavente (“Motolinía”) en México o un San Francisco Javier en el Extremo Oriente. Sólo aspiraban a llevar el nombre de Cristo a todos los hombres para anunciarles que Él era el Salvador. Y en esta empresa gigantesca, el ejemplo del Apóstol Santiago estaba siempre presente en la mente de los misioneros, como lo había estado en los siglos de la Reconquista, cuando se le invocaba como “luz y espejo de las Españas”.
Por eso Santiago destaca sobre nuestras cabezas en esta maravillosa cúpula en la que se resume la Historia de España como nación católica. Curiosamente, bajo su figura, Santiago Padrós, definido como “el mejor mosaiquista español del siglo XX”, colocó a otros dos santos que en la Edad Media también fueron invocados como Patronos de España: San Isidoro de Sevilla, juntamente con sus hermanos santos, y San Millán de la Cogolla.
Pero hoy parece que hemos vuelto a aquello que cierto personaje lamentablemente dijo una vez: “España ha dejado de ser católica”. Evidentemente, hoy no se tiene ya la religión como la primera norma de vida e incluso se hace mofa de ella en muchos medios de comunicación. También se la combate con frecuencia en la enseñanza y sigue vigente la legislación que atenta, no ya sólo contra los principios cristianos, sino contra la mismísima Ley Natural, sin que se hagan verdaderos intentos por derogarla. A nivel de calle, son minoría los católicos practicantes y son más ya las bodas civiles que las celebradas en el seno de la Iglesia, a la par que crece el número de uniones de hecho y de parejas de novios que se van a vivir juntos, así como siguen incrementándose los divorcios y las rupturas matrimoniales, cuyas víctimas son siempre los hijos. ¡Cuántas veces el mito liberal de que los padres “tienen derecho a rehacer sus vidas” con nuevos emparejamientos supone en realidad deshacer la vida de los hijos! E incluso el patrocinio secular de Santiago sobre nuestra Patria no se reconoce a nivel nacional y se deja a la conveniencia del calendario de fiestas marcado por cada comunidad autónoma.
Por tanto, si se reniega de nuestra Tradición y de nuestra Historia y se abjura de los más firmes fundamentos éticos que sostienen la auténtica vida social y la honradez en la vida pública, no nos extrañemos de que hoy imperen la corrupción y la crisis económica, porque ambas hunden sus raíces en una más profunda crisis de valores morales y espirituales, como bien señaló en su momento a nivel internacional Pío XI y más recientemente lo han dicho Benedicto XVI y el Papa Francisco I.
En estas circunstancias, pues, no olvidemos por nuestra parte invocar a Santiago para que Cristo y María vuelvan a reinar en España, pudiendo hacerlo con los versos que le dedicara a finales del siglo VIII o muy principios del IX el monje San Beato de Liébana: “¡Oh verdaderamente digno y más santo apóstol, / que refulges como áurea cabeza de España, / nuestro protector y patrono nacional, / evitando la peste, sé del cielo salvación, / aleja toda enfermedad, calamidad y crimen. Muéstrate piadoso protegiendo al rebaño a ti encomendado” (Himno O Dei Verbum para el día de Santiago Apóstol, hermano de San Juan). Por su intercesión, encomendemos también a la misericordia divina las almas de los fallecidos en el accidente ferroviario de Santiago de Compostela, el consuelo de las familias y la recuperación de los heridos, y ojalá todos meditemos sobre la realidad de la muerte, que nos hace descubrir el sentido trascendente de la vida.