La noche del Sábado Santo, la Basílica de la Santa Cruz acogió la celebración de la Vigilia Pascual, el momento culminante del año litúrgico. Considerada la “madre de todas las vigilias”, esta liturgia conmemora la Resurrección de Cristo y simboliza el paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida.
La celebración comenzó en la explanada exterior de la basílica, donde una gran multitud de fieles se congregó en silencio junto al fuego nuevo. A partir de él, se encendió el Cirio Pascual, que encabezó la procesión hacia el interior de la basílica. En la oscuridad, la luz del cirio iluminó gradualmente la nave central, recorriendo el templo hasta llegar al altar mayor, mientras el canto de la Escolanía y de los monjes benedictinos acompañaban esta procesión cargada de simbolismo.
Ya en el interior, la proclamación del Pregón Pascual anunció solemnemente la victoria de la luz sobre la oscuridad. La participación activa y recogida de los numerosos fieles que llenaban la nave central reforzó el sentido comunitario de la celebración, vivida con profundo respeto y fe. La liturgia, centro de la vida monástica según la tradición de san Benito, fue celebrada con la sobriedad, la belleza y el ritmo orante propios de la espiritualidad benedictina.
Por otro lado, la belleza arquitectónica del templo, su amplitud, su sobriedad pétrea y su simbolismo, sirvieron de marco perfecto para una celebración en la que todo —luz, música, palabra y gesto— condujo hacia el misterio pascual.
La Vigilia Pascual en la Basílica de la Santa Cruz es, ante todo, el testimonio vivo de la fe de un pueblo que, año tras año, acude en gran número a vivir la noche santa, renovando la esperanza en la victoria de Cristo resucitado.