Queridos hermanos en Xto, el Señor;
Hoy, domingo de la octava de Pascua, la Iglesia celebra el día de la divina misericordia. Es decir, celebra el hecho de que todo un Dios se digne tener compasión de nosotros y perdone todos nuestros pecados y miserias. Hablar de la misericordia divina, lleva implícito otro adjetivo que es inseparable a Dios: me refiero al de infinito. Por tanto, Dios perdona todo siempre. Y si Dios perdona nuestros pecados, deberá ser, únicamente porque los cometemos. Las malas acciones de los hombres, no siempre pueden ser catalogados simplemente como una vulneración de un código ético o jurídico, sino que va contra la misma naturaleza del hombre, y constituye un atentado al mismo Dios.
En nuestra sociedad, el ordenamiento jurídico va recogiendo poco a poco, las distintas leyes que la sociedad se da a sí misma para protegerse y para darse ciertas normas de conducta. Estas leyes, se van aprobando o derogando en función de las necesidades y costumbres de la sociedad, y se puede asegurar que el ordenamiento jurídico de una nación, en muchos casos, es un reflejo fiel de la moralidad y de la forma de vida de sus habitantes. Los gobernantes de las naciones terminan por elevar a rango de ley determinadas aspiraciones de sus gobernados; de este modo nos encontramos que la norma jurídica de una sociedad, la va constituyendo las formas de vida, los cambios de pensamiento e incluso las modas que se vayan arraigando en dicha sociedad.
No obstante, no siempre las leyes, las formas de vida sociales, los cambios de pensamientos o las modas de un momento determinado, se pueden clasificar como moralmente aceptables: situaciones totalmente legales son también totalmente inmorales y son pecados en sí mismos, al margen de su consideración jurídica o social: por ejemplo, los malos tratos.
Por otro lado, tanto los gobernantes como gran parte de la sociedad alega, cada uno en su ámbito, que los tiempos cambian y que las situaciones sociales van variando en función de ciertas necesidades; se dice, que todo el mundo ve bien determinadas formas de vida o determinadas acciones, y que por lo mismo éstas ya no pueden ser motivo de condena. Y así, lo que antes era considerado como malo o pecaminoso, pasa ahora a ser tenido como bueno y perteneciente a la normalidad de la vida. Hoy vemos mal ciertas cuestiones como la discriminación o el tráfico ilegal de niños para la adopción. Todos estamos seguros de que son inmorales. Pero hemos de tener en cuenta que la discriminación, por ejemplo, está legalizada y aceptada, total o parcialmente, en algunos países y culturas, por lo que debería ser considerada pecado en ciertos lugares mientras que en otros no. O, en el caso del tráfico ilegal de niños, podemos pensar que ahora lo vemos inmoral, pero pudiera suceder, como ha sucedido con otras materias como el aborto, que las generaciones futuras lo tengan por una costumbre perfectamente normal, por lo que ya no podría ser reprensible.
Así, llegamos a un situación ridícula en la que lo moral o lo inmoral, lo que constituye o no el pecado, lo dictan los momentos históricos, las sociedades o los ordenamientos jurídicos de las naciones. El hombre cambia, cierto, pero Dios es inmutable. Dios no da leyes de actuación con fecha de caducidad. Existen actos buenos y actos malos; existen los actos pecaminosos y los actos virtuosos. Y estos son siempre los mismos, por encima del espacio y del tiempo. No podemos engañarnos y justificar nuestras conciencias afirmando que lo que ayer era motivo de condenación hoy no lo es. Otra cuestión será el modo de enfocar un pecado determinado, en función de las circunstancias sociales, culturales o personales de cada cual.
Lo que hoy está sucediendo es que estamos tratando de negar, simple y llanamente, la misma existencia del pecado; intentamos barnizar lo malo con un tinte bueno, y caemos de este modo en el único pecado que se puede considerar realmente peligroso, en el sentido de que Dios no lo perdona porque el hombre así lo quiere. La misericordia de Dios es infinita y todo, absolutamente todo, lo perdona; todos los hombres pueden acogerse al perdón divino con la más completa seguridad de que, efectivamente, siempre serán perdonados de todos sus pecados, independientemente de cuáles sean estos. Pero, cuando Dios se encuentra con un hombre que no acepta su perdón, nada puede hacer. Una sociedad inmoral podrá ser convertida pero una amoral está condenada al fracaso.
Sin embargo, nadie tiene el derecho de condenar al pecador, por muy horrible que sea el pecado cometido. El pecador que se arrepiente y confiesa su pecado a Dios, a través del sacramento de la penitencia, siempre deberá ser acogido por el sacerdote con la mayor caridad y comprensión, pues se trata nada más y nada menos de un alma que quiere volver a Dios; lo cual es suficiente título para ser totalmente respetada y animada, no para ser humillada y condenada. Todos tenemos la capacidad de cometer las mejores acciones o los más viles pecados, por lo que nadie, absolutamente nadie, tiene el derecho de señalar a su prójimo y considerarse superior a él. Dios juzgará a cada cual en el momento que El tenga dispuesto; nosotros no nos adelantemos y no juguemos a ser Dios, que seguro que lo haremos peor que El.